Muchos se preguntan por qué no abdica el Rey en estos momentos convulsos para la Monarquía, lo que facilitaría la sucesión hereditaria ahora que sobre el Príncipe heredero no pesa estigma alguno.
La respuesta es más pedestre de lo que cabe imaginar.
El artículo 56.3 de la Constitución recoge dos prerrogativas del Rey: la inviolabilidad y la irresponsabilidad. La segunda tiene como complemento el refrendo, de tal manera que todos los actos del Monarca deben ser refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes, que, así, se hacen responsables de los mismos. A la inviolabilidad dedicamos las líneas que siguen.
La inviolabilidad supone la irresponsabilidad jurídica del Rey. Implica sustraer su esfera personal y patrimonial de cualquier tipo de responsabilidad civil, penal y administrativa.
Históricamente, la inviolabilidad era la consecuencia lógica del carácter sagrado de la Institución, del poder absoluto del Monarca. Dos son las causas del mantenimiento de este privilegio: de un lado, “the King can do not wrong” (el Rey no puede hacer mal), y de otro, lo absurdo que resultaría que los súbditos pudieran exigirle responsabilidad. Hoy día se justifican por la necesidad de que pueda ejercer su función al margen de los avatares políticos y los intereses partidistas con plena seguridad e independencia.
En la actualidad son muchas las voces que se alzan contra tales privilegios que entienden contrarios al principio de igualdad.
En tanto persistan, es lo cierto que el Rey, mientras permanezca en activo, es inviolable y no está sujeto a ninguna responsabilidad, ni, por tanto, puede ser sujeto pasivo en ningún procedimiento judicial.
La inviolabilidad del Rey alcanza también al derecho de familia. Así se desprende de dos autos, dictados por los Juzgados de primera instancia números 19 y 90 de Madrid, que inadmiten sendas demandas de paternidad en atención al blindaje constitucional del Rey.
El Tribunal Supremo llegó a calificar una demanda en la que se pedía la rectificación de determinadas declaraciones públicas de improponible, término ajeno a la práctica forense pero con el que, seguramente, el Tribunal trataba de enfatizar que la demanda no es que fuera inadmisible, sino que ni siquiera se podía plantear.
Los citados privilegios –inviolabilidad e irresponsabilidad– se extinguirían con la abdicación.
¿Qué persona en su sano juicio –y en este tema el Rey evidencia mucho sentido común– renunciaría a estos privilegios en unos tiempos tan agitados política, social y judicialmente?
¿Quién no se mantendría a resguardo, si pudiera, de la voracidad imputadora de tanto juez con aspiraciones mediáticas?
El contrapeso de tales privilegios para que, siéndolo, no lo parezcan, debe ser un compromiso de ejemplaridad, y es a su consecución donde deben dirigirse todos los esfuerzos del Monarca si pretende que la sucesión llegue a producirse.
Ejemplaridad, sí, pero no inactividad. Reinar, aunque no se gobierne, es aconsejar, alertar y advertir. Si el Rey permanece ausente, paralizado, impasible, el sistema se destroza.