Entre Algeciras y Puerto de Santa María, el céfiro, salpicado de espuma y salitre, rasguea en la marisma la copla adosada a un muro blanco de cal:
“La guitarra que yo tengo, es como una persona / unas veces canta y ríe, otras veces gime y llora”.
Sobre el espolón de piedra tallado con mano de costalero viene, empujado el viento desmelenado y travieso, un tropel de cante humedecido de manzanilla. En lo alto, las notas surgen de una garganta repleta de bifurcaciones maceradas con mosto blanco de la tierra, y gritan al mar, cuando ven llegar, sobre el malecón, el sonido de la guitarra.
Hay peces brillantes saltando sobre la bahía, mientras unos mochuelos, asustados, parten cual barcazas hacia el cielo plomizo desde los alerones oscuros en el que pasaron la noche.
El cantador, acompañado de un torrente interminable de gitanos cobrizos - sillas de mimbre en las cabezas y júbilo en las manos - levantan en la arena un tablao de brisa y soplo, cuando las gaviotas, alborotadas, se disfrazan de candelillas.
Un baile, en tres por ocho de ritmo templado, convierte la marina en una cueva de Sacromonte, y bajo de las caracolas, entre los espinos de los oricios, las angulas resbaladizas, los guijarros pulidos y los hierbajos donde reposan varadas las barcas durmientes, un arcoiris de tientos, alegrías, fandangos, tangos flamencos, mirabrás y las ondulantes sevillanas, llegadas en tropel desde el mismo Barrio de Santa Cruz, a orillas del Guadalquivir, forman una juerga tan bulliciosa que el propio mar Mediterráneo se vistió de chicuelo y canta por peteneras:
“Ven acá, remediadora / y remedia mis dolores: / que está sufriendo mi cuerpo / una enfermedad de amores”.
Un viejo, como “El Piyayo” de José Carlos de Luna, reseco, “la mirada de gallo pendenciero y el hocico de raposo tiñoso”, le espeta al guitarrista de Algeciras:
¡Viva la madre que te parió!
No ha sido un estímulo, sino una coronación.