¡Ay hondura moruna!
Evoco ahora que en esas mismas vegas, cuando uno era retama joven, olivillo, y toda la dehesa olía a romero fresco, se rompió en pedazos sangrantes el último hombre de andar solitario, misántropo y poeta.
Un amanecer, ante un cántaro de sangría, aquel trovador había dicho: “Si digo voz, quiero decir verso”, pues todo en su vida fue trenzar un largo camino de madreselvas oscuras donde al final, fatalmente, estaba la espesura del sentido hondo de su acongojada existencia.
En él, hasta la saliva tejía palabras recubiertas de jocosas penas. Cierto día lo aseveró para no dejar duda ni miedo alguno:
“En toda mi obra hay un solo personaje. Uno solo de principio a fin. Este protagonista es la pena, que no tiene nada que ver con la tristeza, ni con el dolor ni con la desesperación.”
¡Ay angustia de los gitanos, siempre grande y siempre sola!
En ningún otro tiempo un trovador llegó tan directamente al pueblo, nunca tantos versos fueron expresados de esa forma matizada, al ser ellos parte del vate estrujado dentro de la comisura de la piel cobriza.
Desde ese tiempo - y lo recuerda la postal policromada y revestida de fosforescencia – comenzó a posarse entre nosotros el sentido de la raza traslucida de sal, brisa, soledad, zozobra y tormento desgarrado. Es decir, la esencia cautiva de lo que somos y seremos para siempre más allá de la propia muerte a ras de la dura tierra.
Cerramos los ojos, abrimos los portones del aliento, y nos vemos correr por la sierra umbría, entre barrancos, jaras y olivas, en busca de un amor tortuoso convertido en niebla lechosa.
La raya del horizonte borra las crestas de las montañas. Nos llega un cante cristalino y macerado. Voz suelta husmeada de manzanilla y vino espeso exprimido en el cortijo blanquecino sobre la dehesa.
“Hoy siento en el corazón / un vago temblor de estrellas, / y todas las rosas son / tan blancas como mi pena.”
Muy cerca, entre dos ciparisos, tras un recodo de choperas y olmos, el insondable acantilado, promontorio de proa del claro mar Mediterráneo.
Mi mar, la mar, caracola abierta de las indivisibles alucinaciones.
Guardo la postal anunciadora. Salgo al balcón de la vereda esperando ver entrar al viento aliado ceñido de flor de azahar.
Estoy viendo allí abriendo al aire húmedo mi propia soledad trashumante. Ya no estoy solo, únicamente desolado.
La existencia es así: robles, cortos milanos, hojas verdes, olivos verdes y corazón acojonado . No es miedo. Simplemente la vieja vida subiendo ella sola entre
las estribaciones del alma.