¡Hombres de tanta fe!

Suelo parar, en ocasiones acompañado por mi trasgu particular, Abrilgüeyu,  en un chigre cuyos veceros profesan todos —al menos los que se hacen más conspicuos por sus voces— fe progresista. Casi a diario, pero especialmente cuando los cebaderos de referencia suscitan nuevos titulares, las informaciones y bilordios sobre la maldad, el fracaso o la corrupción de la derecha excitan un zureo continuo donde se pueden distinguir las combinaciones fonemáticas que se agrupan para formar «Esperanza, Rajoy, Asnar, Camps, Bárcenas, Urdangarín» y algunos otros. En cambio nunca consigue mi oído captar en ese turdeburde aglutinaciones fonemáticas como «Ere, Andalucía» o algunas de las que tienen nombres en catalán o, acaso, que evoquen los más geográficamente cercanos nombres que se podrían asemejar a las de siglas o personas encartadas en la llamada Operación Marea. Quizás se deba a la conformación defectuosa de mi oído, tal vez a malformaciones en su aparato emisor, acaso a limitaciones y estrecheces del boquerón por el que les llega su alimento espiritual.

                Hoy, que está conmigo Abrilgüeyu, lo que impulsa su fogosidad son las noticias de que en Islandia han decidido votar otra vez a los conservadores, quienes gobernaban precisamente cuando su sistema económico colapsó, y que los suyos —esto es, quienes los garladores de mi bar habitual entienden que vibran en su misma onda,  socialdemócratas e izquierda verde— han sido desalojados del poder. «Esta gente está loca», «No saben lo que hacen», «La gente tiene memoria de pez» y otras frases semejantes, cuya transcripción no sería decorosa aquí,  expresan un estado de ánimo que es mezcla de decepción, indignación y resistencia a aceptar como verdad la evidencia: que los ciudadanos irlandeses, de forma libre y voluntaria, han pegado la patada a los suyos (los buenos) y, para más inri, han vuelto a votar a los otros (los malos).

                Yo los oigo como quien oye llover. No es para mí ninguna sorpresa esta actitud. Siempre recuerdo la frase de un indignado Castelar, «Aquí en España todo el mundo prefiere su secta a su patria, todo el mundo», y la tengo por bastante acertada. Pero veo que Abrilgüeyu se remueve inquieto en su asiento, mira hacia el grupo que comenta de esa forma los resultados de aquella isla e, imprudente, baja del taburete y agitando su montera en la mano, se dirige a ellos.

                —¡Eh, vosotros!

                Yo temo que se produzca un altercado violento, pero Abrilgüeyu tiene cierta habilidad para sortear abismos; los otros, por su lado, van llevando la conversación entre la resignación ante un impertinente y la prudencia ante un loco. De esa forma, mi trasgu particular consigue decirles lo que quiere, que su forma de entender la democracia no es democracia, pues si solo es legítimo o acertado el voto a los suyos, ello quiere decir que una parte de la sociedad nunca podría gobernar; que la esencia de la democracia consiste en entender que uno nunca tiene toda la verdad, sino una parte de ella; que hay más formas de una de entender los países y de organizarlos, y que eso, precisamente es la democracia. «Quien pone eso en duda, les dice, aspira a autócrata». «Pero no os aflijáis en exceso, les dice, lo vuestro, aunque os creáis el progreso, no es más que la vieja España. Y los que creéis vuestros adversarios comparten con vosotros esa visión. Mirad».

                Y a continuación despliega en el aire una pantalla lumínica y sobre ella proyecta un texto: «Le dicen a uno. «Tu héroe es liberal, pero es un ladrón y lo voy a probar». Es que tú eres absolutista. «Tu héroe es absolutista, pero es un bandido». Es que tú eres liberal.

—¿Qué quieres? —murmuró don Víctor—. El pueblo discurre así: tiene que ser amo o esclavo, y si alguien independiente se le pone en el camino lo odia y lo  desprecia».

                —Es la década de 1820 —les dice—. Así ve Baroja a los progresistas y conservadores o reaccionarios de la época. «Nihil novum» —concluye haciendo alarde de los años y las lenguas que ha vivido.

                Agita en el aire la montera y hace desaparecer la pantalla. Se retira hacia mi lado, se sirve un vaso de sidra y me toquetea la espalda con su gorro, en señal de despedida.

—Les puedes decir a esos, y a los otros si los ves —grita para que tanto yo como el resto de parroquianos lo oigamos—, que no se preocupen por las encuestas. Cada uno está marcado con su hierro y al final, mansueto, siempre hace lo consueto. Y ello te explicará, de paso, por qué no puede haber grandes pactos entre partidos: porque cada miembro de sus respectivas feligresías se sentiría traicionado al ver a sus siglas cruzar el Rubicón del mal.

                Y se va como siempre, dejándome la cuenta y no sé si un conflicto con los clientes del chigre.

 



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