Estuve en la Isla de Capri, frente a la costa de Nápoles, para comprender un poco la inversión sexual que se ha extendido por Europa en los últimos años.
Ese cardo en flor germina cual las enredaderas y sus tallos se extienden igual a madreselvas en flor.
Acudí a la tumba – cerrada a cal y canto frente a los farallones - de Curzio Malaparte. La marabunta de homosexuales europeos que ahora son cual batallones en pie de combate y están incrustados igual a lapas en todo gobierno de la Unión Europea, impiden su visita. Ellos saben que la homosexualidad no es un cilicio si no el retrato de una sociedad, y la nuestra, la de ahora mismo está gobernada por pederastas.
La sodomía no es un vicio, lo fue, y lo es con creces, una forma de vivir., pues todo comenzó en la antigua Roma con sus desenfrenos y su virtudes, es decir, la vida saliendo al paso de ella misma sobre las sabanas del lecho del rey Nicomedes y con un César florido vestido de guindas y malvarrosas entre vapores de seda y las palabras poéticas de la filosofía platónica.
El latinazo señala “sexus”, y con ello se esculpió la diferencia somática, acústica y de comportamiento hormonal entre el semental animal irracional y los seres humanos, pues estos disponen de una tercera opción repleta de hedonismo: la homosexualidad con su apéndice – la palabra es más hermosa – llamado lesbianismo.
Ignoro si el jaboncillo que se levanta en la vereda sabe de eso, pero en su esbeltez, movimiento de ramas y hasta caída de hojas – no de ojos – tiene un aire de retoño meloso, un vaho de “paloma helada” en mensaje de Federico García Lorca.
En lo particular, no me adjudico memoria erótica, sino pasión, que puede ser lo mismo, pero no llega más allá de los juegos fantasiosos.
Natural, pues ya en las postrimerías de la baja edad media, Juan Ruiz, más conocido como el Arcipreste de Hita, en su “Libro del Buen Amor”, decía con sapiente donaire en castellano meloso y arcaico:
“El mundo por dos cosas trabaja: la primera, por aver mantenencia; la otra era por aver juntamiento con fenbra plazentera”.
Ahora bien: la llegada de Internet ha sido como descubrir de un sopetón el Mare Nostrum. Hace unos días intentamos usar el navegador llamado Google para hallar datos sobre el amor libre en la época romana y, como si de una desbandada catarata de agua se tratara, el ordenador se inundó de cientos de páginas. Nada se pudo hacer para frenar la avalancha. Borrar era imposible: todo se multiplicaba como hongos a finales del otoño.
La procesadora se había vuelto chiflada, tomó vida propia, la única forma era asesinarla, borrar con alevosía sus programas, pues ella misma engendraba y hacía réplicas, como si intentara iniciar una dinastía con intención malévola: suceder a la raza humana.
Ya no dudo de que las máquinas tienen estado de ánimo, piensan por libre, son inteligentes y comienzan a mirarnos por encima del hombro; mejor dicho, de su chips.