Ignoro si ustedes tienen, como yo, la impresión de que nuestra sociedad se está encanallando, de que, progresivamente, la cacocracia se va convirtiendo en el discurso y modos dominantes.
«Odia el delito y compadece al delincuente», formuló Concepción Arenal en lo que significó un paso más en el concepto moral de las penas, tras las modificaciones en los castigos y en los medios de obtención de las pruebas que siguieron a la Ilustración y a su concreción en el Beccaria de De los delitos y las penas. Lo que hoy parece acompañar a la justicia mediático-popular, a lo que algunas veces he denominado «la moral justiciera de Tele5», es, más bien, el emblema de «Odia y vilipendia al delincuente, aunque, en realidad, no te importe el delito».
Para esa justicia mediático-popular, que incluye, no solo a tertulianos alineados y pueblo llano, sino, asimismo, el discurso de los políticos hacia los imputados o encausados que no son de su cuerda, los conceptos «presunción de inocencia» y «presuntamente» son solo salvaguardias formales, bajo las que uno puede preservarse de querellas ulteriores. «Fulano» —se dice— «es un ladrón». «Ha robado (o violado o prevaricado o…) de esta y de otra manera». Y se añade «Bueno, presuntamente». O se realizan semejantes o más graves aseveraciones como hechos probados, para añadir al final: «Respetando, claro es, la presunción de inocencia». Es más, si alguien ha sido juzgado y condenado por esa justicia mediático-popular (en realidad, solo condenado, pues el solo hecho de ser puesto alguien en la picota implica ya, desde el primer momento, su condena), es absolutamente indiferente que, al final, la justicia institucional lo absuelva o lo castigue con penas menores. Ya se sabe que la justicia está al servicio de los poderosos, que el acusado se ha librado por suerte o por tener buenos abogados, etc. Todo, menos aceptar que la justicia es algo distinto al prejuicio del dictador/juzgador popular; cualquier cosa menos creer en la presunción de inocencia, que supone el esperar a enjuiciar hasta que la ley dicte sentencia y en aceptar ésta como la única verdad objetiva en una democracia (al margen, evidentemente, de los recursos jurisdiccionales ante un fallo con el que no se está conforme, porque la aceptación de la inocencia jurídica no entraña, obviamente, el allanamiento).
¡Qué lejos está el espíritu de esa generalizada actitud de colocar a los demás indelebles sambenitos, justificados o gratuitos, de las palabras de Cervantes a través de Alonso Quijano!: «Al que has de castigar con obras, no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones». «Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción, considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y, en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstrate piadoso y clemente; porque aunque los tributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea, a nuestro ver, el de la misericordia que el de la justicia».
Quien indague lo que hay debajo de esas actitudes, implacables siempre e injustas muchas veces, encontrará ahí muchas de las pasiones más abyectas de ser humano, muchos de sus valores más asociales: el odio hacia los que son más o distintos, la envidia, el afán de humillar a quien ha destacado, una voluntad igualadora que consiste no en elevar lo bajo sino en pasar el rasero para eliminar lo que se distingue. ¿Efectos de la crisis? No, la humanidad de siempre que ahora ha encontrado la ocasión de proyectar sus pasiones a través de interné y de tertulias, y que ha encontrado hodiernamente el halago —interesado de muchas formas— de determinados líderes o vehiculadores de opinión.
Esa especie de ley de Linch ha dado un salto cualitativo en los últimos tiempos hacia el matonismo y la amenaza física. Ocurre a las puertas de los juzgados, sucede por las calles cuando los adeptos de Coláu cercan ayuntamientos, señalan al sambenitado, amedrentan con su presencia. Porque si se pueden entender los nervios de quien pierde su casa o su dinero, es difícil de justificar la acción de profesionales de la asonada y de la ley de Linch moral.
Ahora bien, lo más inaceptable reside en otros lugares. En la complacencia en que tantos opinadores y políticos ven esos movimientos como la expresión pura de la democracia, como la manifestación por excelencia de la voluntad popular, tal que si Dios o la mano invisible de la historia se hiciesen patentes a través de ese acendramiento de la verdad que serían los alborotadores o sus agitadores; como si unas decenas o unos miles de ciudadanos en algarada fuesen más «pueblo» que millones expresándose en las urnas. Hay en ello, desde luego, mucho odio, a veces, a la derecha; hay también una enorme inseguridad y miedo en políticos y opinantes, miedo a quedar mal, miedo a no ser «simpáticos», miedo a ser sambenitado con un «ex illis es»; pero, asimismo, en muchos, un infantilismo añorante de la «revolución pendiente», ese impenitente fantasma que persigue el fracaso personal de los miembros de tantas generaciones, falangistas, comunistas, socialistas, milagreros sociales en general.