El Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Gonzalo Moliner, con su afirmación de que los escraches son “un ejemplo de la libertad de expresión”, aunque “rechazables si afectan a la libertad individual de las personas”, ha incendiado el panorama político, y se ha convertido en diana de las críticas de los parlamentarios del PP que son los que sufren las consecuencias de este movimiento.
Ya dijimos en ocasiones anteriores que para nosotros el escrache es admisible siempre que en su ejercicio se respeten los derechos fundamentales, la inviolabilidad del domicilio, el derecho a la intimidad personal y familiar de los afectados, de sus familias y del resto de los residentes en el inmueble de que se trate, así como la libertad de circulación de los ciudadanos, es decir, defendemos el movimiento siempre que esté desprovisto de cualquier atisbo amedrentador en cualquiera de sus manifestaciones y siempre que no quede circunscrito a los políticos y cargo electos del partido que gobierna.
Y no somos contrarios al escrache porque entendemos que la democracia debe caminar hacia fórmulas que permitan encauzar el descontento de los ciudadanos ante un gobierno incapaz de frenar la peor de las lacras que afectan a nuestra sociedad, como es el paro, que a su vez es el germen del resto de los problemas: quien no trabaja, no puede pagar la hipoteca y, por tanto, se convierte en sujeto pasivo de los desahucios, que a su vez están en el origen del movimiento.
El gobierno del Partido Popular se ha olvidado de que la Constitución de 1978 es una Constitución para los ciudadanos, es una Constitución de ciudadanos, y viene rindiendo vasallaje y plegándose de un modo servil, que ralla lo mezquino, a las pretensiones que le impone la señora Merkel.
Una cosa es que nos vapuleen en el fútbol y otra muy distinta es que nos goleen en la vida cotidiana. El control del gasto público es vital, pero son más importantes las personas, los ciudadanos. Nuestro gobierno es incapaz de encontrar el término medio entre la austeridad y el crecimiento. Está obsesionado de un modo compulsivo por cumplir los compromisos del déficit olvidando que lo está haciendo a costa del sufrimiento de los ciudadanos.
Hay que tener en cuenta, además, que el escrache es el único instrumento de que dispone la sociedad para demostrar su disconformidad en los períodos que van de una elección a otra.
No hay que olvidar que en el ámbito público no hay instrumento jurídico alguno para que los electores puedan exigir a los políticos el cumplimiento de sus promesas electorales.
Aunque el estado de derecho ha procurado extender al máximo las cotas de la justicialidad, que abarcan toda la actividad de la Administración, se detiene, no obstante, en el ámbito estricto de las funciones del gobierno, al que pertenece la elección de los medios técnicos y económicos para desarrollar programas e infraestructuras, así como la posibilidad de posponer unos compromisos por otros o sustituirlos en la forma más conveniente.
La conformidad o disconformidad de las actuaciones políticas sólo la pueden determinar los ciudadanos mediante el ejercicio del derecho al sufragio, con su voto favorable a una determinada formación política, y su libertad de no votarla si defrauda sus expectativas, entre otras cosas, por no cumplir su programa electoral.
Sin duda, la posibilidad de control jurisdiccional de los márgenes de libertad que exige la acción política supondría una grave politización de la justicia e incluso una invasión de un poder por otro que vulneraría el principio de separación de poderes.
De ahí que los ciudadanos busquen nuevas fórmulas para exteriorizar su desencanto y luchar para evitar la vigencia de esas máximas de experiencia que fueron consolidándose a lo largo de la historia. Así, D’Alembert afirmaba que “La política es el arte de engañar a los hombres”; Manuel Palacios que “La Política es arte ramplón que se aprende mal y pronto y en la española nación es constante ocupación de algún sabio y mucho tonto”; y Ortega y Gasset, más conceptista, que definía la política como “El imperio de la mentira”.