André Gide y Valencia

 

André Gide, que fue un escritor de prestigio, va camino de ser  tan olvidado como otros ilustres compatriotas también galardonados con el premio Nobel, como Jules Romains, hoy absolutamente ilegible; Anatole France y Roger Martin du Gard, por no mencionar a los pintorescos Sully Prud'homme (que recibió el primer premio Nobel cuando todavía estaban vivos Zola, Ibsen y Tolstoi: el colmo) y Frederic Mistral, poeta que escribía en el bable de los provenzales.
Gide, en apariencia, parecía pertenecer a otro orden más sólido, pero puede que esto haya sido ilusión de la época. Recibió el premio Nobel en 1947, y a la pregunta formulada entonces por un periodista sobre si lamentaba haber escrito alguno de sus libros (Gide supone en su diario que se refería a «Regreso a la URSS», crítica del comunismo soviético, o a «Corydon», exaltación de la homosexualidad), anota que «no sólo no repudiaba ninguno de mis escritos, sino que habría prescindido gustosamente del premio Nobel si, para obtenerlo, hubiera tenido que renegar de algo». Respuesta y anotación noble, aunque, ciertamente, algunos libros de Gide son más que prescindibles, como «Prometeo mal encadenado», o interesantes sólo para cierta cofradía.
La razón del desprestigio de Gide es de variada índole: de carácter político, pero sobre todo de carácter literario. A pesar de que sus libros son por lo general breves, Gide escribe, sobre todo sus novelas, con pesadez de otra época. Y en el aspecto político, fue en alguna época comunista o «compañero de viaje», pero en la década de los años treinta tuvo la mala ocurrencia de ir en persona a la Rusia sovietista (que decía nuestro don Fernando de los Ríos), a comprobar los logros y las delicias del socialismo real, y volvió espantado. No termina ahí la cuestión, sino que relató el viaje en un libro titulado «Regreso de la URSS», que fue inmediatamente excomulgado e incluido en el índice de libros prohibidos del «progresismo» occidental, por su condición blasfematoria y herética. ¿A quién se le ocurría entonces poner en cuestión el stalinismo? En plena Guerra Civil, el Congreso de Escritores de Valencia se ocupó, en primer lugar, de excomulgar a Gide, como si no hubiera más en casa que tratar. A Gide, en fin, no se le sacó del infierno desde entonces, y ni siquiera su condición de homosexual portaestandarte de tendencia bujarra parece reivindicarle a los ojos de los «progres».
Seguramente, Alba Editorial hace bastante más por Gide, editando una selección de sus diarios con el escueto título de «Diario», preparado, traducido y prologado por Laura Freixas. Yo no sé hasta qué punto tenemos derecho a leer diarios ajenos, entendiendo que se trata de documentos privados. Evidentemente, se trata de diarios escritos con el solo objeto de ser publicados, esto es, de la privacidad entendida como ficción. Jacques Prévert, refiriéndose a la presunta sinceridad de Gide, solía decir que el común de los mortales tenía una sola sinceridad mientras que Gide tenía doce. Hay diarios «íntimos» que se escriben para recordar, otros para demostrarse a sí mismo y si procede a los demás lo grande que es el diarista, otros como desahogo de almas melancólicas (lo que parecen ser los casos de los diarios de Amiel y de Marie Laurencin, tan alabados), y otros, en fin, porque no tienen cosa mejor que escribir, como les sucede a tantos jóvenes y no tan jóvenes poetas de ahora; y, en fin, todos estos diarios son para publicar tarde o temprano, incluidos (y ésos antes que cualquier otros) los que están salvaguardados por la recomendación de que sean destruidos después de la muerte del autor. Si el autor desea destruir algo, ¿por qué les deja ese trabajo a los albaceas?
Los diarios de Gide al menos tienen un aspecto de sinceridad: han sido escritos para ser publicados. Iniciados en 1889, alcanzan hasta 1949, y pueden ser considerados como otra miscelánea, como lo fueron «Los alimentos terrestres» y «Los nuevos alimentos».

Día a día, Gide refiere sus lecturas, sus conversaciones con intelectuales de fuste, sus amores con jovencitas... Lo que no es inconveniente para que estos diarios sean la obra más importante de Gide. El escritor, muy representativo de su época convulsa, pasó del humanismo al comunismo, y cuando se desenganchó de esto último, los «progres» no se lo perdonaron: todavía en una edición de «Los monederos falsos» de Seix Barral de 1969 se le considera «próximo al fascismo». La Iglesia, por su parte, incluyó toda su obra en el Índice en 1952.

Y aunque el artículo de hoy versa sobre el controvertido autor galo, no quiero terminar sin acudir al recuerdo de un escritor que, por haberlo conocido personalmente, ha dejado en mí una profunda huella literaria y humana.

Yo voy a confesar hoy abiertamente: Valencia, esa ciudad que baña el Mediterráneo, tuvo la fortuna de engendrar uno de los mayores poetas que ha conocido el siglo XX español. Nunca recibió en vida ni los agravios ni los reconocimientos de André Gide, pero hoy empieza a valorarse su obra.

Jamás la ciudad levantina encontrará un  escritor a su altura y calidad humana. Valencia necesita escritores que, como Estellés, fueron amigos de profesión y oficio.

Vicente Andrés Estellés merece una página en la historia de la literatura española.

 



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