El escrache

 

El escrache (del verbo escrachar: romper, destruir, aplastar, fotografiar a una persona) está de moda.

Se trata de una voz, de un movimiento que, surgido en Argentina, salta rápidamente a España, donde se metamorfosea articulándose a través de concentraciones que, en masa, acuden al encuentro de un político o a su domicilio afeándole públicamente su conducta o recriminándole su apoyo o su pasividad respecto a un determinado asunto de relevancia pública.

La pregunta que debemos formularnos es si el escrache es un medio lícito a través del cual el pueblo puede encauzar su desencanto o, por el contrario, el ciudadano debe vehiculizar su protesta, únicamente, a través del voto en las elecciones.

La respuesta exige matices, consideraciones complementarias y contextualización geográfica y social.

Estamos hablando del escrache en España, país que vive una situación de profunda crisis económica, de sufrimiento extremo de la población y ejercido en exclusiva sobre los cargos electos y dirigentes del partido que gobierna tras haber ganado las elecciones por mayoría absoluta hace poco más de un año.

Suele invocarse por estos cargos y dirigentes que el escrache evidencia actitudes de una especial gravedad porque a través de este movimiento se intenta condicionar el voto de los Diputados. Se preguntan, quienes así se manifiestan, para qué sirven las urnas y la democracia.

Se olvidan quienes así hablan de que el triunfo electoral del actual Gobierno se edificó a partir de un programa que contenía una sucesión de promesas que no solo fueron flagrantemente incumplidas, sino que, inaudita parte, se adoptaron otras que ni siquiera se hubieran imaginado los agoreros más pesimistas. Por tanto, la legitimidad del resultado obtenido es, cuando menos, discutible.

¿Cuántos funcionarios hubieran votado al partido gobernante si hubieran siquiera presumido los tremendos recortes que iban a sufrir en sus derechos económicos y sociales?; ¿cuántos jubilados hubieran votado al partido gobernante si hubieran tenido conciencia de la congelación de sus pensiones y de los recortes en sanidad y farmacia?; ¿cuántos ciudadanos hubieran votado al partido gobernante si hubieran siquiera sospechado el brutal incremento de impuestos y recortes de derechos sociales?; ¿cuántos...?

Por tanto, un triunfo electoral construido en torno a una sucesión de promesas incumplidas transgrede los principios de buena fe y confianza legítima que deben inspirar las relaciones entre los ciudadanos y sus gobernantes y que en los países democráticos se entienden implícitos en las promesas electorales.

¿Deben esperar los sufridos votantes tres años para mostrar su descontento o ante la deslegitimación sobrevenida deben encontrar y poner en práctica nuevos cauces para evidenciar su desilusión?

No vale apelar a la herencia recibida, máxime cuando el partido que gobierna calificó el traspaso de poderes de modélico, lo que hacía suponer que validaban las cifras barajadas de las que, por tanto, no se iban a derivar situaciones caóticas. Pero es que, aunque pudieran encontrar excusa en el nivel de déficit real, ni siquiera se han aplicado aquellas medidas cuya implantación es de coste cero, ni se han abordado otras que hubieran supuesto una reducción importante del déficit público.

Cuando un ciudadano alquila un piso por cuatro años y el arrendatario deja de abonar la renta, no se le puede pedir que espere al vencimiento del contrato para no renovar. Ciertamente no puede acudir al domicilio del deudor y utilizar la fuerza bruta para cobrar (lo que en Asturias sería reconducible a la acción con fesoria), pero está autorizado por el ordenamiento jurídico para exigir el pago inmediato de la renta pactada (utilizando el mismo símil, la acción confesoria) y proceder al desalojo del incumplidor.

La democracia evoluciona, y eso es bueno. El ciudadano busca nuevas fórmulas de participación en la vida política y quiere dejar de ser un mero sujeto pasivo con una capacidad de expresión limitada a un día cada cuatro años. El político debiera acoger con normalidad estas nuevas formas de expresión de la voluntad popular.

Que el ciudadano se travestice y se convierta en una suerte de Cobrador del Frac marcando o señalando al político pasivo o incumplidor debería verse con naturalidad y entenderse como un toque de atención, como un medio de excitar el interés por el bien común. Además, para evitar estas situaciones hay métodos muy claros y sencillos: “pacta sunt servanda” (las promesas deben cumplirse).

Ahora bien, ello no significa que justifiquemos la violencia verbal ni física. Para que el escrache no siembre la semilla de la anarquía debe someterse a unas reglas de las que deben constituir núcleo esencial el respeto a los derechos fundamentales, la inviolabilidad del domicilio, el derecho a la intimidad personal y familiar de los afectados, de sus familias y del resto de los residentes en el inmueble de que se trate, así como la libertad de circulación de los ciudadanos. Por tanto, el escrache debe estar desprovisto de todo atisbo amedrentador en cualquiera de sus aspectos y, en todo caso, no debe quedar circunscrito a los políticos y cargos electos  del gobierno central, porque incumplidores los hay en todos los partidos y a nivel autonómico y local.

La moraleja de este movimiento y, por tanto, su mensaje, va dirigido a los políticos, sea cual fuere su ideología, para que tomen conciencia de que el ciudadano se ha cansado de ser un muñeco con el que se puede jugar. Es una persona que merece respeto y consideración.

                   El político, todos los políticos, debieran centrar sus esfuerzos en intentar que pierda vigencia la famosa frase de Ortega y Gasset “La política es el imperio de la mentira” y también en evitar que el sistema tienda más a hacerse amigo del que hace la lista y no del que la vota.

 



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