En la parte vieja de Jerusalén – la ciudad tres veces santa – se reunieron un grupo de diplomáticos con el ministro israelí de Asuntos Exteriores,y éste les dijo enfático para que repartieran sus palabras por las cancillerías del mundo, especialmente en las del Medio Oriente, lo siguiente: “SI caen cohetes katiusha en localidades del norte de Israel, arderá la tierra libanesa”.
En ese momento, los antiguos puertos fenicios de Biblos, Tiro y Sidón temblaron, mientras en la cordillera que divide el Líbano en dos como una tajada hiriente y se guarecen los valles de Zahia y más al norte la meseta de Qammuá, los milenarios cedros, con cuya madera se construyó el Arca de la Alianza y los grandes aposentos del Templo de Salomón, se estremecieron.
Debió haber venido del cercano Mediterráneo un aire húmedo, y el territorio que aún tiene huellas profundas de fenicios, sirios, egipcios, babilonios, persas, griegos, romanos y bizantinos, con ramalazos profundos de fe arrancados del imperio otomano, sintió un miedo cortante, el mismo que inexorablemente, como una maldición, le persigue desde hace siglos.
En el mismo instante en que Levy lanzaba sus amenazas, aviones de combate israelíes realizaban ataques contra objetivos muy precisos del sur del Líbano, en los límites de la llamada zona de seguridad y al este del valle de Bekaa, muy por encima de las aguas del Jordán, río sagrado nacido en las estribaciones de la presa de Karawún, donde los dátiles son dulces como besos de enramada.
La tensión sigue siendo profunda en la zona. También ayer mismo Yasir Arafat condenó enérgicamente los ataques de los aviones hebreos a la vez que Siria, desde Damasco, señalaba que no se reanudarían las negociaciones de paz con Tel Aviv, lo cual significa más contratiempos para unas discusiones siempre amenazadas de llegar a ninguna parte.
Nuevamente el Medio Oriente está al borde de una guerra, pues esas escaramuzas entre las guerrillas del sur del Líbano, encabezadas por el fanático grupo Hizbulá, y el Ejército de Israel, están desbordando los límites establecidos y creando los motivos, y hasta la lógica, de un conflicto mayor. Más que en otro sitio, aquí la paz empieza nunca.
En más de una ocasión el cronista andariego ha estado en la frontera de Israel con el Líbano, por toda la zona de Metula, visitando la llamada “Buena Cerca”, un barrera interminable de púas y grandes bloques de piedra, mudo testimonio de una tensión permanente.
Una noche en el kibutz “Kfar Guiladi”, arropados en gruesa manta, pues esa tarde había nevado, se sentía una presencia extraña sobre las cercanas colinas, como si de un momento a otro el cielo fuera a llenarse de luz, producido por los morteros de la guerrilla fundamentalista.
En toda aquella franja, sobre el valle y los desnudos peñascales, la sangre corre, se hace pólvora permanente, mientras la muerte se agazapa con el mismo miedo de los vivos.
En el libro del Talmud se lee: “La paz es para el mundo lo que la levadura para la masa”. Y uno, en estas tierras de color ocre, donde el cedro es más antiguo que el hombre, necesita creer en eso.