El reto de la Pascua

La luz de estos días ha encendido una blancura pascual. No es la resulta del buen tiempo, que tras los temporales viene siempre la bonanza. Es una claridad que tiene a Dios por razón, por camino y por traza. La celebración de estos días nos viene a decir que veinticuatro horas son pocas, ni siquiera basta la octava de una semana: necesitamos cincuenta días para poder cantar un aleluya con ganas y con motivo. Cristo ha resucitado y esto es lo que ahora la Iglesia entera canta.

       El Papa Francisco nos está recuperando esta certeza antigua y nunca desgastada: que Dios nos ama, lo que Él más quiere, y que nada ni nadie debería arrebatarnos la esperanza. Por eso ha dicho él precisamente en la Vigilia Pascual: «No nos cerremos a la novedad que Dios quiere traer a nuestras vidas. ¿Estamos acaso con frecuencia cansados, decepcionados, tristes; sentimos el peso de nuestros pecados, pensamos que no lo podemos conseguir? No nos encerremos en nosotros mismos, no perdamos la confianza, nunca nos resignemos: no hay situaciones que Dios no pueda cambiar, no hay pecado que no pueda perdonar si nos abrimos a él».

       Este es el aire fresco, tan nuevo y tan añejo, que ha entrado por las ventanas de nuestras vidas a través de las palabras de nuestro Papa. Y que nos dejemos sorprender por un Dios siempre sorprendente, capaz de inventar mil caminos para que pueda allegarnos y podamos nosotros llegar a esta gracia de una alegría desbordante, distinta, que sabe a estreno y que puede ponernos de nuevo en las muecas de nuestro dolor, incertidumbre, desesperanza, la mejor de las sonrisas. No se trata de un contento fugaz y frívolo para nuestro entretenimiento pasajero. Es una alegría que enciende la luz que no se apaga, que despierta la esperanza que no defrauda y que nos permite ver las cosas, las mismas cosas de cada día, con una mirada distinta.

       No hay varitas mágicas que de modo mágico cambien las cosas caprichosamente. Hemos de dejar que entre en nosotros la luz pascual, para poder nosotros contemplar de otra manera las cosas que a menudo nos tienen acorralados. Yo lo decía precisamente hace unos días a propósito del Domingo de Resurrección: hay noches que no se terminan en nuestro mundo tan entenebrecido, hay muertes que no aciertan a resucitar por no tener un Salvador al que quieran invocar para que las salve, hay heridas que siguen sangrando en este mundo enfrentado y violento, corrupto y desalmado. Un empeño en caminar los senderos que llevan a ninguna parte. En estos días hemos tenido la noticia de una declaración de guerra entre las dos Coreas sobre la que planea un conflicto nuclear; o esa noticia de una población de diez mil habitantes muy cercana a Asturias con paro total; tantas situaciones inhumanas, violencias de todo tipo, injusticias flagrantes, pretensiones inconfesables por parte de los poderosos… ¡cuántos desafíos!

       Para todos ellos Cristo ha resucitado también. A ellos somos enviados con una buena noticia, que suena a aleluya y que pone la alegría esperanzada en nuestros labios. Como decían los discípulos de la primera comunidad cristiana: nosotros somos testigos. Sí, de esto se trata: sin inventar quimeras, sin falsas promesas, sino trabajar por un mundo mejor empezando por el que tenemos debajo de nuestros pies, el que vive en mi domicilio, el que convive en mi círculo de amigos. Ahí, ser testigos de cómo yo he cambiado, para poder desear que el mundo por la gracia del Resucitado pueda cambiar en lo que tiene de más oscuro y perdido. Esta es la esperanza cristiana.

         + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
         Arzobispo de Oviedo



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