Lo encuentro en un acto cultural. Sobrepasa los sesenta años, es titulado superior y ha tenido, sin duda, puestos de responsabilidad. Intercambiamos algunas cortesías. De pronto, irrumpe: «¿A que no sabes lo que significa “esperteyu”?». Se lo murmuro de forma cortés. «Es que se lo he preguntado a muchos de esos del «bable de laboratorio» y no tienen ni idea». Desconoce que algún diccionario de nuestra lengua he publicado; que existe un numeroso grupo de escritores en asturiano, de todas las edades, muchos magníficos; que nunca ha existido eso que se dio en llamar «bable de laboratorio», si acaso la elaboración de un estándar escrito y hablado, con los mismos problemas de extrañamiento con respecto a los usos designativos de la lengua en el agro que se han dado en catalán o gallego (y, de manera semejante pero menos chocante, en castellano). Pero todo ello no me llama la atención, no me sorprende su falta de información —tan conmovedoramente asturiana— sobre una parte de la realidad de su patria. Sí lo hace el que su discurso y apasionadas maneras dialécticas sean exactamente las de los años ochenta del siglo pasado, las de aquella batalla peregrina y provinciana en torno a la normalización de nuestra lengua. Como otros tantos, en torno a aquella fecha ha consolidado un prejuicio con dos datos y dos juicios, y esa visión ha permanecido congelada en él para siempre, inamovible.
Ese proceder no es en absoluto particular de mi interlocutor, ni excepcional. Es la forma con que, en general, tendemos a comprender y explicar el mundo en muchos de los campos de la emoción o de la inteligencia. En torno a la adolescencia y la juventud suelen configurarse nuestros gustos, nuestras preferencias, nuestros valores, nuestros prejuicios. Como si nuestra psique y nuestro cerebro no fuesen capaces después de admitir más elementos —o tal vez, más bien, como si esos primeros elementos conformasen la estructura de nuestro ánimo y pensar-ver—, a partir de esas fechas un amplio número de componentes de nuestra emoción y sensibilidad quedan fijados para siempre, al modo, podríamos decir, que han quedado fijados por las cenizas los gestos y las posturas de los habitantes de Pompeya y Herculano. El peinado que nos define, la ropa que nos atrae, las músicas y lecturas que nos aplacen, nuestras antipatías y simpatías genéricas suelen quedar plasmadas en esas edades. El resto de nuestras vidas las repetimos, las buscamos, las adaptamos, si acaso. Y esos moldes no son únicamente individuales, sino, en gran medida, generacionales. Miren ustedes alrededor y verán cómo cada uno lleva en sí no solo las marcas de su biografía, sino las señas, gustos y discursos de su quinta, que establecen grupos más o menos homogéneos dentro de una sociedad.
De modo que no es, como nos parece en ocasiones, que el pasado vuelva, sino que nunca se ha ido, es más, es el pasado el que hace el presente. La señardá, la nostalgia, tan frecuente, tan exitosa incluso comercialmente, no sería, en este sentido, el recuerdo de lo pretérito, sino la vivificación de lo que somos, la reafirmación de los elementos de nuestro pasado que constituyen el presente.
Uno de los ámbitos en que es notable la congelación de lo que pudiéramos llamar «el prejuicio adolescente» es en el de la política. Es muy improbable que quien ha votado a un partido determinado a los veinte años vuelva a votar a otro en su vida. Ni la corrupción, ni el desempleo ni la economía son, en general, capaces de mover el voto. Si acaso, una retirada temporal de la confianza. Y la razón fundamental de esa retirada no es tanto el fracaso de las políticas aplicadas por el partido en el Gobierno, su incapacidad para manejar la realidad, sino la de que se haya apartado de la imagen soñada del convencionalismo del votante.
Pero esa congelación del prejuicio obtenido en el pasado no encauza solo la conducta de los ciudadanos, también la de las instituciones. De entre ellas, la de los partidos políticos. La guía de actuación de los mismos no es, en la mayoría de los casos, una dialéctica que se establezca entre la realidad, su análisis y la inteligencia, sino la repetición de discursos y recetas elaboradas en el pasado y que tuvieron en ese pretérito; éxito real o, simplemente, propagandístico, es decir, que conllevaron réditos electorales por conectar adecuadamente con los prejuicios consolidados de una masa de ciudadanos.
«El presente pertenece a los vivos, no a los muertos», dijo Thomas Jefferson, en un intento de apartar del fugitivo hoy la losa sólida e inerte de los intereses y puntos de vista de las generaciones pasadas. Lo que Jefferson no alcanzaba a ver es que, inevitablemente, el pasado somos también nosotros, los moradores del hoy, y que no tenemos modo alguno de evadirnos de esa retícula de prejuicios constituidos en el ayer que nos conforman y condicionan.