La columna vertebral del Auto de imputación de la Infanta Cristina se estructura en torno a la máxima de que “todos somos iguales ante la ley”.
Este principio, que arranca de la Declaración Universal de Derechos Humanos y está reconocido constitucionalmente en todos los países democráticos, es de común aceptación, pero es equívoco.
Es un argumento al que se suele acudir demagógicamente pero en su aplicación práctica ofrece matices.
Aunque en principio se pueda admitir que todos somos iguales ante la ley (habría que explicar adecuadamente los privilegios de inmunidad, inviolabilidad y aforamiento del que gozan algunos ciudadanos), lo que hacen los jueces y los tribunales no es una aplicación fría y matemática de la ley, sino una aplicación de la interpretación de la ley. No hay ninguna ley que diga que cuando un ciudadano aparezca citado en unos correos electrónicos en un supuesto de presunta corrupción, deba ser imputado. Sí hay una ley que define el tráfico de influencias, la cooperación y colaboración en los delitos, y es el juez el que, interpretando unos hechos, unas circunstancias, unas pruebas, las subsume en el “dictum” de la ley, y dicta un Auto de imputación, normalmente a petición de parte.
De ahí que lo importante debiera ser que todos fuéramos iguales en la aplicación de la ley, y sin duda a la consecución de este principio tiende nuestro sistema judicial cuando establece como vinculante el precedente que no es más que la interpretación de la ley hecha por los Tribunales Superiores.
La igualdad en la aplicación de la ley es casi una aspiración utópica. Las diferencias surgen de las que a su vez existen entre los actores del proceso.
En primer lugar, no todos los jueces son iguales y no nos estamos refiriendo solamente a circunstancias relacionadas con la naturaleza humana, sino al modo de acceso a la judicatura. No todos han superado una oposición previa preparación de un programa extenso y exhaustivo que aborda todas las ramas del derecho, y por tanto, su preparación técnica no es la misma. El caso más extravagante, quizá, es el de los magistrados de designación autonómica.
En segundo lugar, no todos los abogados que intervienen en el proceso judicial poseen la misma solvencia profesional. Obviamente, no es lo mismo ser defendido por un abogado del turno de oficio que por un primer espada conocedor de todos los trucos y artimañas judiciales y con una gran capacidad de exposición y convicción oral.
Por tanto afirmar que somos todos iguales ante la ley no deja de ser un argumento demagógico y populachero que puede servir de bandera en los programas televisivos surgidos como setas al calor de los juicios mediáticos, pero no resiste una mínima crítica.
Lo que sí parece claro es que tomar la decisión de imputar a la Infanta Cristina en contra del criterio del Ministerio Fiscal puede plantear un problema jurídico serio.
Está claro que en circunstancias normales, cualquier persona hubiera sido imputada hace ya muchos meses. Pero hacerlo ahora en contra del criterio expreso del Ministerio Fiscal, sin que al parecer medie petición alguna en este momento procesal, del resto de las partes acusadoras, parece apuntar al intento de poner la guinda a un pastel que ya no estaba apto para el consumo. También puede poner en cuestión el papel del juez en el proceso.
Los jueces son independientes, pero también deben ser imparciales. Quien como el juez sostiene la balanza, no puede moverse de su puesto sin que ésta se incline para un lado. Tradicionalmente entre el juez y el fiscal venía mediando una cierta complicidad, que traía causa en el papel institucional que ambos desempeñan.
La imparcialidad debiera vedar al juez penal la posibilidad de subrogarse en el cometido de la acusación. La imparcialidad, como garantía jurídica, tiene su complemento necesario en la posición ideal de pasividad del juzgador. La presunción de inocencia impone al juez la adopción de una posición de neutralidad, de ausencia de pre-juicios. Le impide rendirse a la seducción mediática, y le impone un sentimiento de serena independencia casi sacerdotal.
No es que esté vedado por el ordenamiento penal que el juez pueda adoptar la decisión de imputar sin que medie la petición del Ministerio Fiscal, pero en un asunto con esta trascendencia institucional, el juez debiera ir de la mano del fiscal que, por definición, encarna la defensa de la legalidad y la acusación por excelencia. El juez, de hecho, debiera adoptar una posición garantista en el proceso, sin involucrarse en el mismo ejerciendo el papel de acusador.
Una hipotética estimación del recurso que parece que la fiscalía va a interponer contra el Auto de imputación dejaría al juez en una posición delicada que podría afectar, incluso, a la instrucción, aunque seguramente sería motivo de escándalo en la opinión pública a la que habría que explicar que, aunque el principio en su formulación teórica es cierto, lo que realmente hacen los tribunales no es aplicar la ley, sino interpretar la aplicación de la ley, y en ese marco, como hemos tratado de aclarar, no todos somos iguales porque existe la creencia muy extendida de que todo depende del juez que nos toque en suerte y de la pericia del abogado que nos defienda.
El cine ha venido reflejando con mucha precisión los elementos centrales del proceso penal. El actual Fiscal General del Estado, señor Torres Dulce, en un pequeño artículo que titula “El juez en la pantalla”, asigna a cada actor el rol que le corresponde. Al fiscal, el de villano, malvado, siempre deseoso de la sangre del inocente acusado; al juez el papel de árbitro que media entre gallitos, entre feroces gladiadores (además del fiscal, los abogados defensores y los que ejercen la acusación particular).
No parece muy acorde con el guión intentar asumir papeles “ultra vires”, o como se dice en Asturias “Soplar y sorber, no pueden juntos ser”.