Un día de marzo, como uno cualquiera de los días coincidentes con el nombramiento y primeras ceremonias del nuevo papa Francisco, alguien de su iglesia que sintonizaba con las palabras del pontífice argentino respecto a la necesidad de acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente a los más pobres, a los más débiles, a los más pequeños, se refirió así a la tragedia que vivía su país:
“Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles: hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre debe prevalecer la ley de Dios que dice ‘No matar’. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más y más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno, en nombre de Dios: ¡cese la represión!
Esto fue lo que dijo un 23 de marzo de 1980 Óscar Arnulfo Romero, arzobispo metropolitano de San Salvador, un día antes de que fuera asesinado por miembros de un escuadrón de la muerte formado por personal civil y militar al mando del mayor Roberto d’Aubuisson (fundador del partido ARENA) y el capitán Álvaro Saravia, que luego confesó su participación junto a la de Mario Ernesto Molina Contreras, hijo del expresidentes Arturo Armando Molina.
En aquellos años, en los no se conocen homilías semejantes a las de Romero por parte de Jorge Bergoglio en su país, el arzobispo de San Salvador no dejó de defender los derechos de los campesinos perseguidos, de los obreros y sacerdotes represaliados y de todo aquel que acudió a él en busca de ayuda ante la sangrienta represión militar que soportaba El Salvador. El conflicto enfrentaba al ejército gubernamental contra el Frente Farabundo Martí para la Liberación Naciona y se saldó con un total de 70.000 víctimas entre muertos y desaparecidos. Oscar Arnulfo Romero hizo especial énfasis en el señalamiento de los asesinatos cometidos por escuadrones de la muerte y la desaparición forzada de personas a cargo de la policía y los cuerpos de seguridad.
Leo en Wikipedia que en 1994 la archidiócesis de San Salvador pidió permiso a la Santa Sede para iniciar el proceso de canonización de su arzobispo asesinado, que el proceso consiguiente se dio por terminado en 1995 y que el expediente fue enviado después a la Congregación para la Causa de los Santos, en la Ciudad del Vaticano. De ahí fue transferido en el año 2000 a la Congregación para la Doctrina de la Fe, dirigida entonces por Joseph Ratizinger, que analizó concienzudamente los escritos y homilías de monseñor Romero. Una vez terminado dicho análisis, cinco años después el postulador de la causa de canonización, monseñor Vicenzo Paglia, informó a los medios de comunicación de las conclusiones del estudio: “Romero no era un obispo revolucionario, sino un hombre de la Iglesia, del Evangelio y de los pobres”.
Quizá no estaría de más, aplicando literalmente ese mensaje que dio el papa Francisco en cuanto ocupó la cátedra de Pedro (cómo me gustaría tener una iglesia pobre para los pobres), que se acordase de iluminar el santoral de su institución con quien fue asesinado por vivir y hacer vivir esa iglesia -tal como lo hacen quienes siguen al pie de la letra el mensaje de Cristo-, no por apetecerla.