En la Constitución están implícitas dos ideas que subyacen al principio de separación de poderes. Por un lado, que el abuso de la fuerza es menos probable cuanto más pequeña sea la porción de fuerza que se tenga; por otro, que el abuso de la fuerza es menos peligroso cuanto menor haya sido la porción de fuerza poseída. Es consustancial a la naturaleza humana que el poder obnubila y que rara vez, por no decir nunca, el hombre ha ejercicio un poder ilimitado con moderación y comedimiento.
El tránsito del gobierno de los hombres al gobierno de las leyes supone el tránsito del estado absoluto al estado de derecho.
Pues bien, para que se pueda hablar de una auténtica separación de poderes, de un gobierno de las leyes, el poder judicial tiene que ser independiente. Algún autor ha dicho que la independencia de los jueces es el mejor invento de la civilización.
Pero la independencia tiene un significado concreto y determinado que parece que algunos jueces desconocen.
El espectáculo que están ofreciendo ante la opinión pública el juez Ruz Gutiérrez y el juez Gómez Bermúdez pasará a los anales de la historia judicial. Dos jueces, con una separación de dos horas, interrogan a la misma persona sobre los mismos hechos.
No existe en el panorama institucional español autoridad pública, funcionario o empleado público o privado que goce de un grado de independencia orgánica y funcional mayor que un juez. Ni tampoco existe autoridad pública, funcionario o empleado público o privado que goce de un grado de impunidad, inmunidad e irresponsabilidad en el ejercicio de su función equiparable a la de un juez. Y, por último, no existe en el panorama institucional autoridad pública, funcionario o empleado público o privado que se pueda equivocar tanto y tan reiteradamente como un juez (el que discrepe, que recurra) sin que ello merezca sanción o reproche alguno.
Ciertamente, en este caso concreto, el ciudadano afectado por esta guerra judicial es el Sr. Bárcenas, que no parece goce de la mayor simpatía ciudadana. Pero no se debe olvidar que lo que se juzgan son hechos, no personas. Y las personas, con independencia de cuál haya sido su conducta, merecen un respeto y no pueden ser utilizadas como una pelota de ping-pong para dirimir un problema de competencia.
¿Qué subyace en esta batalla competencial? Si la respuesta fuera una discrepancia jurídica, hasta podría ser admisible, si bien debería haberse resuelto antes de que la persona afectada tuviera que deponer en dos juzgados distintos sobre el mismo tema. Tristemente, lo que parece subyacer es un problema mediático al que, según parece, no es ajena la personalidad del juez Bermúdez, puesta ya de manifiesto en el juicio del 11-M y el libro posterior publicado por su cónyuge.
La función de juzgar carece de una legitimación de origen, se gana con el ejercicio, no está implícita. En todo caso, la independencia no es ausencia de control, ni libertad absoluta, ni autoritarismo. La independencia tiene al menos el límite de la ética, y esta ética impone autocontrol, responsabilidad, exigencia, imagen, cortesía, contención, principios, rigor, formación, conocimiento, colaboración, equidad, tolerancia, reserva, prudencia, diligencia y honestidad.
Para evitar que los jueces dejen de ser una garantía y se conviertan en una amenaza, no hay más opción que apelar a la ética. La ética persigue alcanzar lo que podría llamarse el mejor juez posible para nuestra sociedad, y rechaza los estándares de conducta propios de un mal juez, incluso del simplemente mediocre.
Nos permitimos reproducir alguno de los principios éticos recogidos en el Código Iberoamericano de Ética Judicial, aprobado por la XIII Cumbre Judicial Iberoamericana y, por tanto, vigente como código deontológico para los jueces españoles:
- Al juez no se le exige éticamente que sea independiente, sino también que no interfiera en la independencia de otros colegas.
- El juez debe ejercer con moderación y prudencia el poder que acompaña al ejercicio de la función jurisdiccional.
- El juez está obligado a abstenerse de intervenir en aquellas causas en las que se vea comprometida su imparcialidad o en las que un observador razonable pueda entender que hay motivo para pensar así.
- El juez tiene el deber de promover en la sociedad una actitud racionalmente fundada, de respeto y confianza hacia la Administración de Justicia.
- El juez debe evitar comportamientos o actitudes que puedan entenderse como búsqueda injustificada o desmesurada de reconocimiento social.
Las instituciones solo se fortalecen cuando el comportamiento de sus titulares es legal y, sobre todo, ético. El campo de la ética es más exigente que el de la legalidad. Todo poder es deber.
Para concluir, una máxima romana que se comentar por sí sola: “In claris non fit interpretatio”.