A veces duele recordar quién somos. Fuimos amigo de Hugo Chávez personal durante muchos años. Fue un cariño abierto, espantaría, sincero, noble sano.
Hoy a dos emanas de su muerte, me duele hasta el aliento.
Es difícil hacerse una composición de lugar divagando sobre qué nos trajo hasta aquí. Cuesta reencontrase con aquella España franquista que nos hizo odiar hasta el infinito las dictaduras, y huir en pos de horizontes de libertad. Los últimos días en aquella patria ya tan lejana no fueron precisamente fáciles. Sin embargo, una vez en el avión que nos llevaba a Venezuela, empezamos a respirar otro aire. Aquí podíamos escribir, y pensar, y hablar, sin ser perseguidos, y así fue como empezamos a amar esta tierra que nos dio lo que nuestra patria de origen nos había negado. Al principio era algo nuevo, insólito, más allá de cualquier sueño, pues tras cuarenta años de dictadura, la libertad era como el más preciado juguete, algo impensable. Veíamos con asombro la convivencia entre adecos y copeyanos, masistas y comunistas, sin que ello enturbiara la amistad entre unos y otros.
Y nos acostumbramos a esa forma de vida, la mejor posible dentro de las diferencias. Y de la costumbre surgió la indiferencia. Ese era nuestro mundo y así seguiría siendo. Y no supimos ver que esa indiferencia nos ahogaba en un mar de corrupción.
Un día alguien dijo “por ahora” y creímos despertar. Y como tantos otros acompañamos ese sueño. Lo arropamos, lo defendimos, creyendo ciegamente que estábamos ante una nueva Venezuela: un reto para todos, en el que la justicia sería la bandera que ondearíamos con orgullo, donde no habría que preguntarse –con permiso de William Ojeda- cuánto vale un juez. El país soñado con oportunidades para todos. El país rico, que sabría distribuir su riqueza entre sus hijos y quienes-aún no siéndolo por nacimiento- habíamos escogido este lugar como el más idóneo para desarrollar todas nuestras esperanzas.
A veces duele darse cuenta de los errores cometidos. Comprender que el remedio fue peor que la enfermedad. Asumir que ayudamos a crecer a un monstruo que, paso a paso, ha ido cercenando todos nuestros resquicios de libertad. Nos encontramos en un país en que cualquier ciudadano puede ser imputado del más horrendo crimen, en base a testimonios sin ninguna credibilidad, y sin ninguna posibilidad de defenderse frente a un poder judicial totalmente arrodillado ante el Líder Máximo. Y eso, sin hablar del crecimiento de la pobreza, del desempleo, de la errática política internacional, del regalo de nuestras riquezas, ¡de la desesperanza!
Es frustrante reconocer que huimos de una dictadura para terminar en otra. Y no es cuestión de ideologías: la España franquista era de derechas, mientras que esta Venezuela de hoy se proclama de izquierdas. Pero dictadura es dictadura, no importa cuál sea su signo. Cualquier régimen que coarte la libertad individual – el bien más preciado después de la vida- debe ser condenado y combatido hasta el último aliento.
“Abajo cadenas”, dice nuestro bellísimo himno. Hagámosle honor. La dignidad de todo un pueblo está en juego. Si Venezuela pudo deslastarse de todos los errores de la IV República, no dudo que igualmente podrá hacerlo de los horrores de la V. Es cuestión de sumar voluntades. La VI República está por nacer. El parto será doloroso, y posiblemente cruento, angustioso, difícil. Pero no habrá 2021, ni mucho menos 2030. Esta patria que adopté desde la óptica de mi vereda de Chacaíto, observatorio de todas las miserias, logrará recuperar el lugar que le corresponde en el concierto de las naciones libres del mundo.
A veces duelen los recuerdos, pero hay que luchar por superarlos o morir en el intento.
Hoy siento un hondo pesar ante la muerte de Hugo Chávez, aún habiendo dejado ser amigo mucho tiempo atrás. Era un egoísta a tiempo completo. Era un Hombre.