La judicialización de la vida publica

Estamos asistiendo en los últimos años a un proceso de judicialización masiva de la vida pública. En este estado de cosas, los medios de comunicación han encontrado un perfecto caldo de cultivo para incrementar su audiencia, hasta el punto de que los reality show han dado paso en las parrillas televisivas a los juicios paralelos, juicios paralelos mediáticos, que constituyen una auténtica patología que ataca frontalmente la presunción de inocencia y el derecho a un juicio justo, al establecer un estado de opinión sobre los hechos y su participación. Hay que tener en cuenta que “la verdad” tiene contornos distintos para los medios que para la justicia, y tan distinta percepción puede socavar el Estado de Derecho.

Nada que ver el juicio paralelo con el periodismo de investigación, que, lejos de ser reprobable, ha contribuido en numerosas ocasiones a abrir paso al imperio de la ley.

¿Qué está ocurriendo? Son acaso de peor condición los gestores públicos actuales que los de antaño? ¿Es más proclive a la conducta delictual la clase política coetánea que la de épocas pasadas?

Creemos que no. Ocurre que se juzga con extraordinaria severidad a quien resulta destinatario del foco mediático (en cada vez más ocasiones, de forma injusta y desproporcionada) cuando quienes lo manejan no pasarían la prueba del algodón. Pocos ciudadanos de los que contribuyen al vocerío callejero contra la víctima de los medios, pocos periodistas de los que practican el juicio paralelo saldrían airosos en circunstancias análogas. Ni siquiera los propios jueces que tienen encomendada la importante y difícil tarea de juzgar.

Veamos:

¿Qué ciudadano, qué periodista o qué juez no han mirado para otro lado al abonar el importe de la chapuza que el fontanero o el albañil les ha hecho en casa?

¿Qué ciudadano, qué periodista o qué juez, que además sean padres, no se han interesado por la suerte de su hijo opositor cerca de los miembros del tribunal que lo va a examinar?

¿Qué juez a lo largo de su vida profesional no se ha visto impelido, lo haya hecho o no, a dictar una sentencia de “amigo” sin perjuicio de terceros?

¿Qué juez no ha tenido dudas a la hora de declarar a la Hacienda pública el importe de las clases impartidas como preparador?

¿Qué juez no se ha interesado por la pronta contratación para su juzgado de una plaza vacante?

¿Estaríamos en estos casos en presencia de ciudadanos, periodistas o, en su caso, jueces defraudadores, incursos en tráfico de influencias o prevaricadores?

Indudablemente, no. Estaríamos en presencia de ciudadanos, periodistas y jueces inmersos en el tráfico ordinario de la vida, con unos parámetros de actuación amoldados a los usos de la generalidad de la sociedad, padres y amigos, sin que por ello dejen de tener un altísimo sentido de la responsabilidad y que asumen su función dentro del más absoluto respeto a los deberes profesionales y a la ética.

Entre lo delictual y lo penalmente indiferente, por responder a conductas admitidas por los usos sociales, hay un amplio trecho en el que los ciudadanos, los periodistas y los jueces pueden desenvolver su vida sin que por ello deban temer reproche alguno.

La ley del embudo, “para mí lo ancho, para ti lo agudo”, es tan perniciosa como el rigor cuando se administra en exceso: se convierte en rigor mortis.

 

 

 



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