Escuchando «Vieja habanera» caigo en que su estribillo contiene una ficción, aquella que dice «dejan atrás estelas, caminos nuevos […], van cortejando mares, la proa al norte […], hombres de mar, soplos de libertad. Quiero sentir la inmensidad, contigo quiero estar». Esa ficción consiste en suponer en los marineros —forzados galeotes de su forma de ganar el pan, como casi todos nosotros— unas emociones y una percepción de la realidad que no está en sí mismos, sino en quien proyecta sobre ellos una fantasía empática.
Esa forma de percepción ficta de la realidad es común en el ámbito de la creación artística, la novela de caballerías, la pastoril son modelos históricos de ello. En nuestra tierra es ejemplo señero el Cantar y más cantar, de Acebal, donde la naturaleza toda y todas las actividades del labrador son un continuo gozo cantarín. Años después, por cierto, el mismo autor escribiría una parodia de Cantar…, La vida del aldeanu, que es su palinodia, pues aquí las vacas son miseria; el barro, barro; la naturaleza, dolor y ruina.
Estas consideraciones pueden servirnos de pórtico para algunas reflexiones sobre aquellas de las producciones que, acogidas al nombre de «cultura», podríamos clasificar como cultura artística o creativa, cultura de la imaginación (cine, pintura y escultura, literatura; discursos ideológicos y religiosos). Quedan, al margen, pues, los hechos culturales de interpretación objetiva del mundo y de manipulación del mismo (las ciencias) y las normas de regulación de las conductas individuales y sociales (leyes, formas de articulación política, propuestas de comportamiento).
Hemos visto arriba que algunas fórmulas de interpretación del mundo que se realizan desde la creación artística no son otra cosa que un hábito imaginario con que se disfraza la realidad. Pero es que, incluso, cuantas formas artísticas se proponen como mecanismo de interpretación —y acaso de trasformación— de la realidad se manifiestan al cabo del tiempo, a veces sin que transcurra más allá de una década, como ingenuas, parciales, ficticias o, incluso, infantiles. Echen ustedes la vista atrás, por ejemplo, con esta perspectiva a la mayor parte de los productos de las manifestaciones «sociales y de denuncia» de los años 50 y 60 del siglo pasado y no podrán evitar, en la mayoría de los casos, una sonrisa. Ya no digo nada si van, ciento y pico años atrás, al grito romántico o a la temblorosa filantropía dieciochesca.
Es cierto que, en ocasiones, las manifestaciones artísticas son capaces de suscitar respuestas sociales notables que parecen surgir a su impulso. La ola de suicidios que siguen a Las desventuras del joven Werther, la empatía hacia la causa antiesclavista tras La cabaña del Tío Tom, son ejemplos notables de ello. En un tono menor o más próximo, podríamos señalar las barbas y melenas que en su día emularon las maneras de los Beatles o cuántos jóvenes imitaron el cigarrillo de Bogart o la copa en la mano de algún galán. Y, en un dominio más amplio y más terrible, podríamos decir, mutatis mutandis, de ideologías y religiones aquello que Marie-Jeanne Roland pronunció al pie de la guillotina, «¡Oh, religión (o «ideología»)!, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!». Pero, con todo, y en la mayoría de los casos, cuando los objetos culturales alcanzan un papel social extraordinario sin que sean impuestos bajo una coacción violenta no es tanto porque susciten reacciones antes inexistentes, sino, más bien, porque tienen la virtud de concitar o revelar lo preexistente.
Pero de todos modos, y en situaciones normales, el papel fundamental de la cultura artística, de las artes creativas, no pasa de ser un papel eutrapélico individual: el entretenimiento, la ensoñación imaginativa, la evasión temporal de la realidad. Junto con ello, en el campo de los creadores de una manera y en el de los receptores de otra, la mejora y agudización de las capacidades personales ligadas al ámbito de la percepción, de la reflexión, de la contemplación; de la manipulación y combinación de los materiales, instrumentos o procesos manejados.
De modo que no nos dejemos confundir. Todos esos artefactos del cosmos de la creación artística que nos quieren vender como imprescindibles para la vida social y para la perfección individual, no son, en ocasiones, más que puro engaño o ficción bienintencionada. A veces, el simulacro no es sino intento de confusión o manipulación, propaganda destinada a lograr objetivos que rara vez coinciden con nuestro interés individual o con el bien colectivo, aunque aparenten a él destinados. Y, en la mayoría de los casos, aunque, como ciertas especies de sapos, pretendan henchir el papo de la importancia para fingir una trascendencia que no poseen, no son, al fin y al cabo, y en el mejor de los casos, más que efímeros y triviales placeres. Como chuches, y eso, con suerte.