Roma es eterna e Italia apasionante. Es lógico que susciten la atención universal.
Ya se ha producido la “sede vacante” y el mundo católico ha contenido la emoción de un hecho histórico, la renuncia de Benedicto XVI y su retiro para dedicarse a la oración después de anunciar que sus débiles condiciones físicas, no son las adecuadas para un mejor servicio a la Iglesia.
Se abre, es inevitable, un capítulo de especulaciones sobre las decisiones del Cónclave para escoger al nuevo pontífice y algunos ya andan presionando al Espíritu Santo. Si el cambio en la “silla de Pedro” ha polarizado la atención, porque la Iglesia Católica se extiende por los cinco continentes y hay más de 1.200 millones de católicos, también ha merecido, y continúan, los juicios sobre el resultado de las elecciones legislativas en Italia. Un resultado que está mereciendo juicios catastrofistas y avisadores de los inmediatos contagios que se avecinan.
Se podría sintetizar el análisis diciendo que es la respuesta de una sociedad dividida ideológicamente entre derecha e izquierda y también fragmentada entre quienes aborrecen del sistema y se oponen frontalmente a las formas políticas tradicionales y quienes siguen confiando en las mismas, como procedimiento válido.
En ese escenario se ha producido el castigo a Monti, el tecnócrata impuesto por Bruselas para el sudoku italiano. Ha sido el rechazo masivo a las políticas de austeridad, pero los italianos también han denunciado a los viejos partidos, minados por la corrupción y el clientelismo.
El centro izquierda, conglomerado de exdemócratas cristianos y excomunistas, ha obtenido una victoria pírrica y lo tiene difícil, porque su campo de juego es muy limitado. Reniega de Bruselas, de Ángela Merkel, convencido de que las imposiciones han creado una situación democráticamente ingobernable.
El escándalo de la fiesta lo constituye el tándem Grillo-Berlusconi. The Economist titula un editorial con “¿vuelven los payasos?” y cargaba duramente contra el líder de 5 estrellas y el resucitado Silvio Berlusconi. Para muchos analistas, Italia ha dado un salto al vacío y tiene el riesgo próximo de parálisis y de inestabilidad política y económica. Claro que nuestros vecinos y amigos italianos acumulan una larga trayectoria de arriesgados ejercicios en la cuerda floja. Desde la Constitución de 1948, vigente como pocas reformas, Italia ha tenido más de 50 jefes de gobierno, con una alternancia trepidante y una experiencia de coaliciones, según el “modelo siciliano”, realmente impensable en otras latitudes, tal como España.
Esa aparente inestabilidad no ha impedido que Italia sea la tercera economía europea, ejemplo de modernidad, capacidad comercial, industrialización, diseño y cultura. Conseguida a pesar de una clase política que ronda la locura y el disparate, capaz también de alumbrar genios. Serán los genes históricos, Italia es la cuna de Cicerón, de Julio César, de los Borgia y los Médicis, de Maquiavelo y de un padre europeo como De Gasperi.
Cabría pensar que los italianos han sufrido un ataque agudo de populismo y que las fuerzas antisistema, de la ultraizquierda y de la ultraderecha, han avanzado posiciones, pero el sentido pragmático lo tienen tan acreditado como la capacidad de regeneración y quizás Bersani encuentre la fórmula.
En los análisis del acontecer en Roma, no han faltado los que avisan del peligro de contagio en España, porque al fin y al cabo, tenemos ingredientes en cuanto a descalificaciones de la clase política y corrupción galopante. Motivos hay de preocupación. Tanto el PP como el PSOE, están perdiendo solvencia y votos de forma compulsiva, mientras los antisistema y los separatistas parecen cada vez más desafiantes. Si ahora hubiese elecciones aquí, es probable que los resultados no fueran muy diferentes a los de Italia.
Quizás sea pronto para hacer cábalas, pero sí es una buena ocasión para que los dos grandes partidos nacionales intenten recuperar sensatez y entendimiento.