Una lectora envía una apostilla salpicada de briznas oliendo a menta: “Veo - dice - que últimamente escribe usted menos del acontecer nacional tan inundado de zozobra. ¿Le sucede algo desconocido hacia los seguidores de sus cuartillas?
Absolutamente nada mujer. Acontece, sí, que comenzamos a estar un poco escépticos del acaecer diario empapado de corrupción, y una política convertida en bagatela, aunque sigamos cuarteando las horas de los hechos y sus recovecos.
Mientras - ¿le parece? - hablemos de pasión encendida. Un aforismo puntual señala: “El amor que pudo morir no era amor”.
Con la salvedad de que en ese sentimiento inflamado no existen reglan precisas, lo presentan ciego y con alas. “Ciego, nos decía don Jacinto Benavente, para no ver los obstáculos; con alas, para salvarlos”.
José Saramago escribió de amor sin hablar de él. Nosotros, al contrario, necesitamos envolverlo en celofán aromático y moldearlo en la llama de la fogosidad incandescente.
En “Memorial del convento”, el portugués de Azhinhaga, en la localidad de Santarém, cuenta una historia de ternura sin palabras de amor. Renovado realismo mágico. En esa aventura, en la que un rey hace la hierática promesa de construir un convento si la reina estéril le da un hijo, hay matices brumosos e inaccesibles de “Cien años de soledad”, al encontramos con un clérigo trastornado, afanoso con el deseo de volar para entonar salmos en las alturas, cerca de las aves; un soldado tullido y un mujer que, igual a Ursula Iguarán, la mujer del coronel Aureliano Buendía, poseía poderes mágicos arrancados a los fangales.
Nadie, en casi quinientas páginas, le dice al ser idolatrado ni tal siquiera dejándola caer con suavidad imperceptible, esa palabra tan sencilla como es “te quiero”, y aún así, cada cuartilla es un canto insuperable a la ternura.
Cuenta Marguerite Yourcenar, que normalmente en los relatos hechos al gusto del hombre, los más amorosos son ellos, y en los de mujeres, estas sitúan el ardor a su lado con ahínco.
No sabría decir si es cierto. En “Un tranvía llamado deseo” o en “El zoo de cristal”, Tennessee Williams – hermafrodita de los sentimientos – demuestra, igual a otros autores, que no es necesario ser hombre o mujer al momento de escribir con fuerza y hasta con voluptuosidad sobre el amor. Eso debe ser posible en cierta manera al tener cada ser humano una parte masculina y otra femenina. De todos los relatos de pasión he guardado dos: “Tristán e Iseo” y “Yamila”.
La primera historia es el paradigma de una pasión tierna enfrentada a un destino fatídico. Una leyenda hermosísima que nos viene a partir del siglo XII, sirviendo de inspiración a Wagner y a los poetas Arnold y Tennyson en la mayoría de sus baladas.
“Yamila” es la acción del ardor, un suceso descarnado sin románticas fantasías resurgido en los albores materialistas del siglo XX en la Unión Soviética profunda. Escrita a la de treinta años por Tchinguiz Aitmatov, nacido en la aldea de Cheker, Kirguizia, una raza de los turco-mongoles, fue su primera obra.
En ella, al decir de Luis Aragón, palpita “la más bella historia de amor del mundo”, agregando: “Tal vez sea decir demasiado o demasiado poco, pero el libro es eso. Un relato breve pero inmenso – casi un folleto añadiríamos nosotros - , en el que no hay una sola palabra inútil, ni una frase que no halle su eco en el corazón”.
Era tiempo del Soviet, cuando la ronda de dos enamorados era una penosa andadura. El trabajo febril en las zanjas y fábricas no deja resquicio a los gorjeos del afecto.
En medio, uno acaricia en esas cuartillas amor traslúcido a raudales.