De nuestro último viaje a Caracas han venido en las alforjas varios libros, entre ellos una recopilación de autores a quienes el azar y las circunstancias convirtieron en auténticos camaradas de viaje.
Los voy recordando sobre la cuartilla como un deseo íntimo de expandir mi admiración hacia ellos, al venirme acompañando de una forma furtiva en los últimos cuarenta años, tiempo azaroso henchido de calma chicha contraída.
Lo señaló Amiel: la vida es un tejido de hábitos, y el nuestro es leer con la intención de no sentirnos vacíos.
De los bardos del aliento ferviente, quien más se acerca a nosotros de forma irremediable, es José Agustín Goytisolo, un ser que a los hombres y mujeres de mi generación, formados de migración y crecientes anhelos, era la espina clavada en un corazón repleto de ausencia y aflicción.
En un verso llamado “Autobiografía” - cordón umbilical hacia los soñadores sin sueños de la posguerra española - Goytisolo hizo el retrato al carbón de nuestra acongojada existencia, y todos, sin excepción, hasta los incrédulos de la palabra, lloramos alguna vez sobre esas estrofas.
El escritor al alba de los 70 años, comenzó a sentir cómo su vida se volvía un juguete rajado de los vientos y las lluvias. Muy posiblemente por ello, un día caliginoso, cargado de tintes opacos, se fue en peregrinaje a la tumba de Antonio Machado en el cementerio de Colliure.
Estando allí cara al rostro de piedra del poeta, le dijo: “Yo no he venido para llorar sobre tu muerte, sino que alzo mi vaso y brindo por tu claro camino y porque siga tu palabra encendida.”
Rompió a llover y sobre el cielo cruzaron pájaros estremecidos.
En alguna parte del camposanto, entre los tilos en flor, los cipreses erguidos, los frutos plumosos de la clemátide y el jugoso saúco, sus amigos de generación Alfonso Costafreda y Gabriel Ferrater, y su admirado Cesare Pavese, lo observaban con fascinada cadencia.
Había nacido en Cataluña de una familia vasco-cubana; su infancia quedó marcada a consecuencia de la muerte de su madre en la Gran Vía madrileña durante un bombardeo de la aviación franquista. Se llamaba Julia y su nombre quedó proscrito, envuelto en honda soledad, hasta que José Agustín lo recuperó cuando nació su hija. A ella le dedicó el poema “Palabras para Julia” que el cantautor Paco Ibañez popularizó.
Esta mañana en la playa cercana a la Albufera valenciana, amenazando lluvia destemplada, quise recordar los versos de la ausencia que desgarran el aliento:
La vida es bella, tú verás
como a pesar de los pesares
tendrás amor, tendrás amigos.
Por lo demás no hay elección
y este mundo tal como es
será todo tu patrimonio.