En esto creo

En abierta franqueza consigo mismo, el recordado Carlos Fuentes nos fue ofreciendo a lo largo de su existencia  unas fragmentadas  páginas con retazos autobiográficos  bajo el titulo   “En esto creo”. En  esas hojas fue recorriendo los vericuetos del abecedario de  la experiencia saliendo a borbotones entre los pliegues  de su propia piel.

 

 Comienza con la letra  A de  amistad y finaliza en la Z de  Zurich, la ciudad Suiza que, como a Jorge Luis Borges, le  forjó en el conocimiento positivista sin convertirlo “en  reloj de cucú”, aunque  sí le ayudó a comprender las convulsiones atormentadas de Calvino, y entender la pasión de su admirado Thomas Mann hacia la avidez de  un cuerpo casi niño.

 

Sucedió una noche frente al lago Leman convertido en ciertos momentos en la playa Lido  de “Muerte en Venecia”, cuando el  demacrado profesor Aachenbach, corriéndole el tinte del pelo sobre el rostro, observa con fogosidad inflamada la última visión atormentada del sexual Tadzio.

 

 En mitad de ese recorrido alfabético nos posamos en la R, y allí estaba la voz Revolución, una expresión muy lejana de mis propias afinidades humanas, pues me asusta la pólvora y siento horror ante los  bruscos  cambios traumatizantes de los que han querido voltear el mundo, y siempre han dejado un  interminable reguero de sangre, desasosiegos, dudas y destrucción.

 

Creo sólidamente con los años – y he cruzado ya el Rubicón de mi propia supervivencia sin enmienda ni regreso – que solamente  a un alborotador de postín, Jesús de Galilea, valió la pena seguirlo, pues como dice el propio mexicano,  es el verdadero “corrector de pruebas de la vida humana”.

 

Cada autócrata – nos viene a la mente Hugo Chávez, enfermo y sin poder hablar en un hospital de Caracas -   necesita inventar sus propios mitos y así no caer del pedestal donde está insolentemente hincado. Lo comenzaron haciendo los reyes de Micenas y hasta el día de hoy es el mismo argumento escrito, inventado o soñado durante siglos por cada  tirano.

 

 Uno aprende poco y el pueblo, con frecuencia, menos; éste  suele correr  iluso como viento en desbandada tras palabras encendidas, y cuando trasluce algo desabrido, ya es demasiado tarde para volver a regresar al encuentro  de sus pasos perdidos.

 

John Reed, el americano enterrado en las murallas del Kremlin, en la Plaza Roja de Moscú, tras   los hechos sucedidos  en octubre de 1920, creyó firmemente haber formado parte de la mejor revolución viable.  No fue posible. La misma se evaporó dejando millones de muertos y una nación devastada en los helados surcos de un inmenso gulag.


 Buscando un  deshogo interior,  regreso a las páginas de Carlos Fuentes al encuentro de la palabra “esperanza”.



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