Ceniza perfumada

  La ceniza volvió a caer. No es el aspaviento de un volcán fumante, ni la resulta de un incendio arrasador. La ceniza es el recuerdo humilde de nuestro humus, de esa tierra de la que fuimos formados por las manos creadoras de Dios, como dice bellamente el texto arcaico del Génesis. No se trata de un cansino toma y daca por parte de la Iglesia que pretendiese echar no leña al fuego, sino ceniza al apagón. No. No es el erre que erre ceniciento que nos pone de nuevo contra las cuerdas para acorralarnos en el miedo o la tristeza, como si la vida no tuviera ya demasiados rincones en los que sentimos incertidumbres, penurias y desazón.

        La ceniza se ha puesto de nuevo en nuestras cabezas para invitarnos con respeto y ternura a alzar nuestra mirada humildemente, sin tronío ni alharaca, sin despecho ni ambición. Levantar nuestros ojos desde la realidad siempre mejorable, desde las mil fisuras por las que se nos fugan la esperanza, la certeza y la ilusión. Porque la ceniza no consiste en una losa humillante que viene a aplastarnos más aún de cuanto cotidianamente nos abruma, sino que ese símbolo cuaresmal nos abre al deseo de lo que no logramos por nosotros mismos que se cumpla. Y esta apertura deseosa es la que nos permite vislumbrar con alegría presentida que la palabra última no le pertenece a nuestro fracaso y pesar, sino a la promesa cumplida que como perfume verdadero Dios nos quiere nuevamente regalar. Es una ceniza perfumada.

        Este año, la cuaresma viene envuelta con esa noticia que nos ha dejado a todos suspendidos en el aire de nuestras preguntas y porqués. El Papa Benedicto XVI, nuestro querido Santo Padre, al comunicarnos que por las razones dichas renuncia al ministerio de Sucesor de Pedro al frente de la Iglesia universal como Obispo de Roma, nos deja ayunos de Papa. No contábamos con este ayuno singular. La oleada de adhesiones a su persona, de comprensión filial de su extrema decisión, de afecto lleno de aplausos y plegarias, marcan este momento tan delicado como apasionante que hemos de vivir los creyentes desde la más total confianza en la Providencia de Dios.

        El Papa Ratzinger lo ha dicho en estos días. A la Iglesia la guía Cristo. El Sucesor de Pedro tiene obviamente su labor, su precioso y preciso ministerio, pero la Iglesia es del Señor. Vivamos este comienzo de cuaresma dando gracias por el que se va y pidiendo luz al Espíritu Santo para que ilumine al Colegio Cardenalicio a fin de que elijan al que viene escogido por Dios. Agradecimiento y oración es lo que marca este tiempo breve.

        Son días de levantar el vuelo no en retóricas y rutinas, sino más bien alzar la mirada esperanzadamente pidiendo al Señor que nos bendiga en este tiempo de gracia y conversión. Como nos ha dicho en su Mensaje para esta cuaresma Benedicto XVI, la fe y la caridad van unidas inseparablemente. Sólo el amor es digno de fe, decía el teólogo Von Balthasar. Porque creemos en Dios hemos de amar a Dios, lo que Él ama y como Él lo ama. Fe y caridad. Una fe que nos permite clavar nuestra mirada en Dios, aprendiendo a abrazar a cada hermano con su misma entraña misericordiosa, haciendo ese mundo nuevo que tenga el sello de la civilización del amor.

        Son demasiadas las heridas de nuestro mundo, demasiado el dolor de tanta gente, como para concebir una cuaresma cristiana de un modo diferente. El gesto de convertir nuestro corazón, de cambiar nuestra mirada al contemplar a Dios, debe hacerse gesto de amor solidario que testimonie precisamente que creemos en un Dios que es Amor.

         + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
         Arzobispo de Oviedo



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