El debate sobre el estado de la nación viene a corroborar la idea ya presente en nuestra sociedad desde hace muchos años de que nuestra democracia está cautiva. Se han apoderado de ella un grupo de personas que definen los destinos de los ciudadanos y fijan la frontera entre el bien y el mal, lo legal y lo ilegal, según su propia conveniencia.
El debate sobre el estado de la nación no es más que la representación de una tragicomedia en la que los actores son siempre los mismos. La única diferencia es que cambian su papel: el antaño protagonista es hoy actor secundario, y a la inversa.
Los discursos están esclerotizados por la pesada carga histórica que gravita sobre cada uno de los contendientes, y se reducen al «y tú, más».
Al «Usted no puede gobernar con la amenaza de que el Sr. Bárcenas se vea afectado una mañana por un ataque de honradez», se responde con « Su partido fue condenado por financiación ilegal».
Al «Usted ha incumplido su programa electoral de revalorizar las pensiones de acuerdo con el IPC y por ello no está legitimado para gobernar», se responde con « Su partido las ha congelado».
Pero lo peor, no es este diálogo de besugos, sino cuando los medios audiovisuales hacen un barrido por los escaños. Parece un cuadro pintado al óleo con personajes que forman parte del paisaje, de la historia. Los Diputados son siempre los mismos. A lo sumo alguna incorporación nueva, proveniente de autonomías en las que han perdido su escaño o su cargo. El Congreso de los Diputados se parece cada vez más al Senado: un cementerio de elefantes.
Hace falta una renovación a fondo de la clase política. Hace falta una dosis de aire nuevo, de frescor, de nuevos aromas que no lastren el discurso con el «y tú, más». Hace falta que los protagonistas no tengan historia y que, por ello, no hablen del pasado, sino del presente y del futuro. Los ciudadanos necesitan ilusión, ideas nuevas, expectativas. Hace falta poner el contador a cero e iniciar, a partir de ahí, una nueva singladura democrática que atienda a los problemas de las personas, de la sociedad. La demagogia que monopoliza los discursos es, como decía Aristóteles, la corrupción de la democracia.
Mientras no nos esforcemos en evitar que se reproduzcan los tristes escenarios descritos, nuestra existencia, la de todos, será una kk.
De ahí que venga muy a cuento la máxima de Bernard Shaw «Los políticos y los pañales han de cambiarse a menudo y por las mismas razones».