Con el último viaje – Caracas- Madrid- Valencia mediterránea - no solamente ha regresado con nosotros el cansancio, sino también algunos libros. No muchos en esta ocasión, pero entre ellos una recopilación de relatos, vivencias personales de José Saramago, el escritor cuya definitiva partida ha dejado un hondo vacío en la literatura universal.
Comencé a leer al autor portugués hace años, cuando apenas era una brizna en el panorama literario, pero desde entonces, mutuamente, nos hemos sido fieles en la manera que un lector con huecos intelectuales en su mente lo pudiera ser. Quizás, más que probidad, fuera admiración y respeto.
Leerle es un placer hondo, como si un cántaro de agua, en día de torrencial calor, nos bañara el rostro. Es sentir las raíces primogénitas del ser entre los dedos de la mano y una brisa marina, con profundo sabor a salitre, mojara las comisuras del ánimo para hacerlo despertar de su adormecido letargo.
En las páginas de “Las maletas del viajero” encontramos al hombre de Azinhaga en el claroscuro de su vida, entre los sucesos de una existencia amontonada en las entrañas y amasada de sangre, sudores, cardenillos, querencias y puñados de entrecortados suspiros lagrimosos que bien pudiera ser lo mismo, formando todo, como una llama fogosa escapada de la fragua de la piel curtida y con ella la propia esencia de su condición humana.
Allí no están las palabras del Divino en “El Evangelio según Jesucristo”, ni la profundidad oscura de “Ensayo sobre la ceguera”, unos personajes – y el cielo y sus truenos nos perdonen por blasfemos – que nos traen reminiscencias del gallego sentado en casa de meretrices tocando siempre su “Mazurca para dos muertos”, a cuenta de la faena y gracia de Camilo José Cela.
Saramago, en este manojos de hojas reverdecidas, narra vivencias interiores, algunas tan insignificantes como subir a un árbol siendo niño o pasar una noche en el campo cuidando una piara de cerdos, y eso porque la literatura, toda, es sencillamente relatar la vida y sus dobleces cosidos a los entresijos del esternón, donde cada ser humano guarda los soportes de sus anhelos templados unidos a los padecimientos que la propia existencia se encarga de adosarnos sin miramiento.
La inspiración posiblemente sea eso: un manotazo certero del espíritu insurrecto.