La abdicación de Benedicto XVI ha dejado de ser noticia para convertirse en un hecho histórico. Hace casi 700 años que no renunciaba un Sumo Pontífice, morían “en la cruz” de su espiritualidad hasta la última gota de sudor o en una agonía interminable tan dolorosa como la de Juan Pablo II.
No corren buenos tiempos para la Iglesia Católica cuando el materialismo nos arropa y creemos que la moral o los dogmas de convivencia humana son simples sábanas puestas a secar.
Una de las cualidades del cristianismo es que a nada obliga. A nadie se le lleva ante un tribunal de la Inquisición ni se le coloca sobre maderos encendidos. La fe es algo interior de cada individuo y, como tal, lo menos que se puede pedir a un creyente es ser consecuente con esa actitud.
Los valores intrínsecos del sentido religioso no pueden, ni deben, cambiar al vaivén de los beneficios individuales. O eres constante en tus actos como practicante o, de lo contrario, te repliegas y haces la vida a tu libre albedrío. Así de sencillo.
Contra la Iglesia se han levantado todas las tempestades, pero ella sigue ahí, incólume, firme, desafiando o comprendiendo cada uno de los elementos de la rebeldía humana.
Si uno lee las páginas de Stendhal dedicadas a Roma, verá que ese profundo conocimiento del autor sobre el arte y la cultura italiana lo apoya sobre la historia del papado, una realidad que la mayoría de las veces nos hace sonrojar y hasta avergonzarnos de pertenecer a una institución que ha tenidos Sumos Pontífices que, sin duda, deben estar ardiendo en el fuego eterno.
La cronología moderna de los papas comienza con Pedro y le siguen Lino, Cleto, Clemente, Evaristo, Alejandro, Sixto, Telesforo, Higinio, el primer Pío… Juan Pablo II y así hasta llegar a Benedicto XVI.
Hubo papas de todo calibre y calibre espiritual.
Fornicadores fueron los más, también lujuriosos, torturadores, ambiciosos, asesinos, paganos, perjuros, mentirosos y falsarios, aunque cada uno se hacía llamar Santo Padre, Su Santidad, Vicario de Dios o Vicario de Cristo, Máximo Pontífice, Patriarca Universal, Príncipe de los Apóstoles, siervo de los siervos de Dios, en una palabra, representante directo de Yahvé.
En todo ese caminar apretujando senderos, la Iglesia fundada en Cristo ha dado también papas extraordinarios, seres que se han alzado sobre las miserias de ese reinado terrenal, al no olvidar que el Vicario de Cristo es Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano y se ve obligado a estar introducido en los entretelones de la política cotidiana con sus enredos y altibajos.
Hablar de Pontífices pecadores se hace fácil: podemos usar los dedos de las dos manos; no obstante, para sumar Papas fieles y ejemplos de fe necesitaríamos varias cuartillas, un balance sin duda tangible.
En su libro “Cruzando el umbral de la Esperanza”, Karol Wojtila nos legó estas palabras: “para liberar al hombre contemporáneo del miedo de sí mismo, del mundo, de los otros hombres, de los poderes terrenos, de los sistemas opresivos... es necesario que lleve y cultive en su propio corazón el verdadero temor de Dios, que es el principio de la sabiduría.”
Benedicto XVI ha tenido altos y bajos en sus acciones, y aún así, al ser uno de los papas con más intelecto que ha tenido la Iglesia en toda su larga historia, cuando se le juzgue serenamente, sin apasionamiento, su figura saldrá fortalecida.