La humanidad, partiendo del principio de los tiempos cuando las primeras moléculas se fueron organizando y abrieron al alba el caldo de la vida, ya tenía dentro el germen que millones de años más tarde resurgiría con las preguntas básicas de nuestro incierto futuro: ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Qué somos? ¿Por qué estamos aquí?
Al presente, en los albores del siglo XXI, tan atiborrado de dudas y miedos, tras doblegar los átomos y subirlos a la carreta de la muerte convertida en portadora de la energía nuclear, se nos anuncia con timbales agnósticos, que la base del “alma” humana, o al menos nuestra conciencia del yo, es meramente el producto de una escueta reacción bioquímica del cerebro.
El estudio en psicología cognitiva, neurología y antropología cultural, ha revelado que la mayoría de los creyentes, sea cual sea su culto, tienen interiorizado un modelo extremadamente antropocéntrico de Dios.
Es decir, no solamente posee una figura humana, “sino que utiliza los mismos procesos de percepción, razonamiento y motivación que las personas”.
Algunos neurocientíficos apuntan que esa conjetura representaría el más grande triunfo de la ciencia sobre la religión, y las estructuras de la fe se desmoronarían.
En el pensamiento Pentecostés del medioevo, el alma era, en claro concepto de la verdad, la tradición venida de la misma filosofía grecorromana. Ahora hay dudas, y se habla de que en nuestra mente, ese concepto de “alma”, es una simple internación de células nerviosas, proyectadas en la parte posterior del córtex meníngeo.
Siendo muy niños nos enseñaron un precepto hasta entonces claro: “Nuestra alma nos da vida, es espiritual y nunca muere, y con el cuerpo forma al hombre”.
Si fuera cierta la teoría de que el “espíritu” es una simple reacción química, y aceptar con ello que la promesa de una vida eterna ha sido una artimaña de las religiones, nos llevará al yermo más espeluznante, y ese día la raza humana no estará sola, sino desolada, y el “homo erectus”, convertido en el “homo sapiens”, emprenderá el instante crucial de su inflexión.
El judío Maimónides, en la Andalucía musulmana, revelaba: “Solo nos es dado discutir lo que Dios no es”.
Droineau matizó: “El mundo material ha tenido un Curvier, la atmósfera de Newton. Todos conocen, pues, la atracción del mundo material, pero ¿dónde están los Curvier y los Newton del alma?”
Uno profesa, a estas alturas de la empinada existencia, la misma fe del cenobita solitario, y cree que el alma – su aliento intrínsico - es la medida del Universo.