Puñados de papeles

Entre doblados y ambarinos escritos, encontré una carta de madre. Durante los años de exilio – han sido más de media vida – mis pertenencias personales, las atadas a los sentimientos de los cuales estoy forjado, se han ido perdiendo y, con ellos, las ataduras hermosas de mis evocaciones.

Cuando murió, estaba lejos. No la pude acompañar hacia el cementerio amasando moras, cardos en flor, luciérnagas y maderas secas, con el antaño deseo de ir amontonándola en el desván en espera del crudo invierno.

Miro la carta y creo sentir su aliento cuando la estaba escribiendo. Tardaba días en finalizar una cuartilla. Aparte de la vista, ya adormecida, el reuma le fue comiendo las articulaciones de sus dedos hasta convertirse en un sacrificio tomar el portaplumas.

Aún con todo, lo hacía. Tenía el espíritu de hierro y acero al mismo tiempo. No me habló de ese padecimiento hasta años después cuando las cartas se habían esparcido en el tiempo.

 Le pregunté la razón.

Lo recuerdo tal como si fuera ahora. Hacía unos veinte años que no volvía al hogar. La vi  inclinada, sus pesares se habían introducido en  su piel ahora seca y herida de arrugas.

Tomé sus manos, las apreté fuertemente contra las mías, las subí a los labios y las besé con ternura infinita. Esas manos, soporte de mi existencia, se estaban volviendo piedra caliza.

Con ellas,  me ayudó en largas noches a curar la  tosferina; agarrándolas, caminé entre  las calles de nuestra ciudad provinciana, al colegio interno en el que me empujaba la posguerra.

 Un día, esas manos largas casi transparentes, comenzaron revertirse en un manantial de venas hinchadas; las sentí  cuando en el malecón del puerto despidió mi primera partida que el tiempo se encargó de hacer casi eterna.

Y esas mismas articulaciones, en las cuales los huesos parecían traspasar la piel, se hicieron un mar de lágrimas en el momento de ser detenido a razón de unos escritos que a ella tampoco le agradaron.

En el fondo, madre nunca quiso que fuera escritor. Había visto en la guerra asesinar a individuos solamente a cuenta de un libro, y otras, residían en la  proscripción y el presidio.

Con todo, jamás se opuso a mi fiebre interior. Decía no leer nada de lo que yo escribía. Cuando meses después de su muerte puede ir al pueblo y poner unas flores sobre su tumba, al abrir, en la casona solariega, un cajón del aparador donde amontonaba todos sus recuerdos, vi atados y clasificados, docenas de artículos míos.

Mas tarde supe que se pasaba los días en  la cocinilla, casi hasta el alba, leyendo y releyendo los  papeles de un hijo, “con alma atiborra de calentura”.

Ahora la esquela solitaria está entre mis manos.  Siento un grito, la cadencia de  una mujer que una fecha, ya no tan lejano, me volveré a su lado  polvo de estrellas.

Tal ver más lejos, en un lugar de la eternidad entre luceros marinos, el viento adolorido nos diga: no lo olvides:   te esperaremos en el afecto profundo.



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