Subo la empinada cuesta hasta rozar la raya del horizonte y observo el paisaje. Visto de cerca, con los ojos ya miopes, el pueblo es igual a un terrón de azúcar o tarro de miel. Sabe a dulzura.
En esas mismas vegas, cuando uno era retama joven, olivillo, y toda la dehesa olía a romero fresco, se rompió en pedazos sangrantes el último hombre de andar solitario, misántropo y poeta.
Un amanecer, ante un cántaro de sangría, aquel trovador había dicho: “Si digo voz, quiero decir verso”, pues todo en su vida fue trenzar un largo camino de madreselvas oscuras donde al final, fatalmente, estaba la espesura del sentido recóndito de su acongojada existencia.
En él, hasta la saliva tejía palabras recubiertas de jocosas penas. Cierto día lo aseveró con el deseo de no dejar duda ni miedo alguno:
“En toda mi obra hay un solo personaje. Uno solo de principio a fin. Este protagonista es la pena, que no tiene nada que ver con la tristeza, ni con el dolor ni con la desesperación.”
En ningún otro tiempo un trovador llegó tan directamente al pueblo, nunca tantos versos fueron expresados de esa forma matizada, al ser ellos parte del vate estrujado dentro de la comisura de la piel cobriza.
Desde ese tiempo comenzó a posarse entre nosotros el sentido de la raza traslucida de sal, brisa, soledad, zozobra y tormento desgarrado. Es decir, la esencia cautiva de lo que somos y seremos siempre más allá de la propia muerte a ras de la dura tierra parda.
Cerramos los ojos, abrimos los portones del aliento, y nos vemos correr por la sierra umbría, entre barrancos, jaras y olivas, en busca de un amor tortuoso convertido en niebla lechosa.
La raya del horizonte borra las crestas de las montañas. Nos llega un cante cristalino y macerado. Voz suelta husmeada de manzanilla y vino espeso exprimido en el cortijo blanquecino sobre la dehesa.
“Hoy siento en el corazón / un vago temblor de estrellas, / y todas las rosas son / tan blancas como mi pena.”
La letrilla, embelesó a la mujer tras la celosía de tal forma que sus pechos se volvieron espuma suelta y los ojos cobre encendido.
Muy cerca, entre dos ciparisos, tras un recodo de choperas y olmos, el insondable acantilado, promontorio de proa del claro mar Mediterráneo.
El mar, la mar, caracola abierta de las indivisibles alucinaciones.
El otro, ese Cantábrico desliñado, tosco, duro, corre dentro del pecho similar a vendaval en desbandada.
Guardo la postal anunciadora. Salgo al balcón de la vereda esperando ver entrar al viento ceñido de flor de azahar.
Se está bien allí, escuchando la propia nostalgia bostezar entre la penumbra.
Es invierno en España, y uno, mascaron de proa en esta otra orilla del Caribe, cree sentir los rompeolas fanfarrones sobre la costa de la heredad de mis mayores.
El tiempo pasado se congela. Lo sabemos a razón de la experiencia: acordarse de los días idos es otra manera de vivir.