En Venezuela entrar en una de sus presidios es casi una condena a perder la vida. Esto ya lo había dicho el director del Observatorio de Prisiones, Humberto Prado, en su lucha a favor del adecentamiento de los penales del país caribeño.
“En nuestra nación no existe la pena de muerte, pero lamentablemente tenemos las cárceles más violentas del hemisferio”.
Cruel realidad. El viernes, una requisa realizada por las autoridades en la cárcel de Uribana – Barquisimeto, estado central del país - dejó una cifra terrorífica de 50 muertos y más de 90 heridos.
La ministra de Instituciones Penitenciares, Iris Valera, tuvo el desparpajo de echarle la culpa de la masacre a los medios de comunicación, algo usual en todas y cada una de las actuaciones del chavismo gobernante cuando no dispone de respuesta cabal a los problemas que enfrenta y no sabe hallar soluciones.
Si morir en un presidio es algo “normal”, andar por las calles de Venezuela es otro tanto de lo mismo. El año pasado fueron asesinados 12 mil ciudadanos.
La organización Human Rights Watch (HRW) en un informe reveló que tres de cada cuatro presos carece de sentencia definitiva debido a lo que se considera un lento y corrupto sistema judicial.
En el país se levantan 30 cárceles con capacidad para recluir a 12.500 presos, pero alojan a unos 49.000. Esto es causa permanente de tiroteos, violaciones y disturbios sin que las autoridades - mínimos custodios – hayan podido nunca hacer nada al momento de paliar la situación.
En dictamen de la Comisión de Justicia y Paz de la Conferencia Episcopal Venezolana, las autoridades “han abandonado completamente su responsabilidad de garantizar la vida y la integridad física de la población procesada y penada, para permitir en su lugar el funcionamiento impune y abierto de bandas y mafias internas que ejercen el control absoluto dentro de las instalaciones de los internados judiciales y penitenciarías, y que además cuenta con armamento, bajo la mirada cómplice de las jurisdicciones del país”.
En cada centro de reclusión hay áreas divididas en pabellones donde existe un jefe, llamado “pran”, que impone su ley a rajatabla con pena de muerte incluida.
En esos antros se paga hasta por vivir. Disponer de un televisor, radio o ventilador, incluso una cama decente, tiene su costo. Y el traslado a los tribunales, también.
En ciertos aspectos, la nación bolivariana sigue arrastrando las catervas de cautivos que el escritor José Rafael Pocaterra plasmó, de manera descanada, hace ya un siglo, en “Memorias de un venezolano de la decadencia”.