Estuvimos hace unos meses en el aeropuerto de Malpensa, Milán, esperando un avión hacia Israel. Antes, en medio del Mediterráneo, hicimos una escala en la isla de Chipre.
Cansado del plantón de Alitalia, tomé una revista vieja y rota abandonada en una repisa. Contenía fotografías, anuncios y pocos reportajes. Es la clásica publicación de entretenimiento para matar el tedio en las terminales aéreas, donde el tiempo pasan “como las nubes, como las sombras”. En latín asume más fuerza: “Sicut nubes, quasi naves, velut umbra...”
En Italia, donde están las fosas y la las catacumbas de Josefo, Plinio y “La iglesia primitiva”, es decir, la cultura enterrada, aunque viva entre los faldones de los cardenales y monseñores de la curia romana, el Gobierno, decía la publicación, ha decidido hacer entrega – posiblemente el acto ya se ha cumplido - el obelisco que el Duce Mussolini robó a Etiopía, ya que los pueblos, como el de los descendientes de la Reina de Saba, pueden mal vivir con hambre, pero no lo pueden hacer sin sus símbolos, sobre todo si éstos son de piedra: hay pedruscos en ciertas que civilizaciones que son como la sangre, es decir, imprescindibles.
Ante esto, las palabras de Roma a Addis Abeba: “En vuestra tierra hemos escrito páginas de sangre y queremos resarciros, al menos simbólicamente, devolviendo este monumento que las tropas fascistas os arrebataron como un botín de guerra”.
La Italia de Mussolini invadió Etiopía el 3 de octubre de 1935, bombardeando sin miramientos no sólo objetivos militares, sino también hospitales y escuelas usando gases contra la población, y se llevó a cabo, entre otros saqueos, con el oro del Banco Central del país, el de la histórica y valiosa biblioteca del emperador Haile Selassie y objetos de gran valor, entre ellos el obelisco de Axum.
El Duce, una vez en Roma, colocó esa aguja de 24 metros de altura que mira al cielo, a pocos pasos de las Termas de Caracalla, siendo desde entonces, hasta la caída, muerte y arrastramiento del cadáver de Mussolini en las calles de Milán, después de estar colgado, junto al de su amante Clara Petacci, en el lungolago de Dongo, símbolo de la dictadura que esperaba perdurar un milenio.
La revista de colorines, la cual debe ser antigua, habla también de cómo en Copenhague unos desconocidos decapitaron – otra vez más, ¿cuántas van? - a “La Sirenita”, símbolo nacional de Dinamarca y de las personas que en cualquier rincón del planeta creen en la supremacía del amor por encima de las tumbas y siguen leyendo, igual a niños ilusionados, los cuentos de Hans Cristian Andersen, el mismo de “El soldadito de plomo”, ”Las zapatillas rojas”, “El patito feo”. También “La Sirenita” de nuestra historia.
El acto fue como un golpe seco, frío, a la conciencia de millones de personas, pues esa tierna figura mirando el mar con una tristeza honda y serena, no es un pedazo de bronce, sino un suspiro, un anhelo, la querencia sacrificada hasta el fin y que Andersen supo humanizar.
Después de todo, la espera en el aeropuerto no fue tan monótona. Dejé la revista sobre el sillón con la intención de que la misma ayudara a diluir el tiempo a otros viajeros.