El ruso Tchinguiz Aitmatov escribió, cuando el invierno era más crudo en las heladas tierras de los kirguises - el grupo de los turcos-mongoles dedicados a la vida pastoril en la Kirguizia - un texto corto llamado “Yamilia”, y al que se puede comparar sin miedo al equivoco con “El prado de Bezhin” o “Kasian, el de las tierras bellas”, esplendorosos relatos de Iván Turguéniev.
Al decir de Louis Aragón, en “Yamilia no hay ni una sola palabra inútil, ni una frase que no halle su eco en el alma”. El escritor francés la considera la más bella historia de amor, llegando a compararla con “Romeo y Julieta” de William Shakespeare, sin la guerra de los Montescos contra los Capuletos en la Verona italiana.
A otros lectores les trae recuerdos de la leyenda de la Edad Media “Tristán e Iseo” o “los amantes de Teruel”. En la primera leyenda bebió hasta el cansancio Wagner en una de sus celebres sus óperas.
Yamilia es la lucha de un amor, una familia y la tierra. También un poco de ganado y unas duras tareas agrícolas. Es decir, el camino de la difícil felicidad humana en los tiempos del Soviet soviético.
En esa época la Rusia que hoy conocemos iba desde los Cárpatos a los Urales, con su tundra repleta de duros pinos, surcos negros, fértiles llanuras hacia el Sur para abrazar los campos semidesérticos con hombres y animales famélicos, al ser una nación, grande o pequeña en sí, su propio entorno geográfico.
Cuando se alzó el Estado comunista - olvidando al hombre de sangre y huesos -, había comenzado en cierta manera el desmoronamiento del país. Se regresaba a las luchas entre los boyardos, los mujik y los siervos, es decir, la autocracia de los menos sobre los más, sentados a la derecha de Dios Padre desde el día en que Catalina II, Autócrata de Todas las Rusias, se juramentó como Emperatriz.
Desde entonces hasta ahora el problema es idéntico: ciertos líderes – en la actualidad Vladímir Putin - creen tener la solución a los problemas cruciales del ser humano en sus tierras, mientras todo alrededor se hunde.
La mayoría de los turistas que visitan en tropel, igual a manada de renos siberianos, a la madrecita Rusia, no conocen a Yamilia, no saben quién es Aimatov. Tampoco a Iván Turguéniev, Borís Pasternak, Mijaíl Bulgákov, Anna Ajmátova, Marina Tsvietáieva ni Isaak Bábel, Pushkin o Fiódor Mijáilovich Dostoievski.
Es decir, ignoran la podredumbre espeluznante y pena profunda y sola reflejada en toda su crueldad. La literatura no les alcanza aún.
El amor de Yamilia, como el de Antígona - símbolo inequívoco de la mujer perseguida – se alza entre abedules helados en mañanas destempladas, cuando se guarnece en la hendidura del alma humana desabrigada.