Soy un imperceptible opinador de oficio al momento de hablar de la espeluznante corrupción existente en España, la cual va devorando la sangre a similitud de una sanguijuela incrustada en el esternón de esta heredad plena de imperantes desventuras.
Quizás la vagabundería inmoral que impregna de podredumbre esta tierra de comunidades históricas, se deba a diversas causas, siendo la principal el poder descomunal apostado en las manos de las organizaciones políticas, influyentes en cada uno de los estamentos de la sociedad, incluida desgraciadamente la propia Justicia.
Esto sucede con más reiteración a razón de una dinámica expansiva avanzada entre quimeras, deshaciéndose hasta convertirse en bruma al no disponer del toque de atención al momento de ver los tentáculos de la descomposición moral escalando las estructuras del Estado.
Los últimos acontecimientos, tras muchos otros desatendidos sin dar respuesta digna a los ciudadanos, son consecuencia de una dejadez de valores que debiera mantener en alto una sociedad democrática, cuyos soportes tienen que ser sostenidos contra cualquier requiebro o ruptura de sus estructuras gubernamentales.
A la par, una oposición que poco o nada puede hacer cuando en sus intestinos se cuecen iguales males que en los existentes en las filas del partido en el poder.
En medio - en algunos casos no tan erguida - la libertad comunicacional, muro de contención ante las avalanchas de corruptelas de toda especie y calibre.
Bueno sería que el país encontrara calma, el Gobierno apenas se sintiera, los políticos hablaran menos, y el resto – los residentes - nos creyéramos subsidiarios del bien o el mal de la nación donde vivimos.
Jorge Luis Borges creía que la democracia era mucho mejor en Europa. Cuando llegó a Suiza la primera vez, preguntó el nombre del presidente. Nadie lo sabía. “Entre nosotros - comentaba - un jefe de Estado es un personaje público, y aquí no.”
“El hecho de que la Administración – decía el ciego de la Costalera – sea casi imperceptible y eficaz, es muy importante. Nosotros tendemos a ver en función de personas y no en razón del destino que se produce de un modo gregario y continuo”.
Sería difícil pretender que el autor de “Fervor de Buenos Aires” pensara lo mismo hoy si viera la España de ahora mismo con los caudales mal habidos guardados en los cantones helvéticos.
Tal vez no seamos ecuánimes ante la corrupción; con todo, bien pudiéramos de alguna forma intentarlo. Es cierto: no tenemos un Paracelso, tampoco un Jung para introducirse en nuestro subconsciente y encontrar allí la razón de la enajenación indecorosa que envuelve a los gobernantes, y con ello el sentido de los actos impúdicos e ilógicos.
Debido a ello, a lo más que llegamos es a envolvernos la cabeza con una frazada esperando que otros hagan pronunciamientos eficaces a cuenta de esta Hispania nuestra tan derrapada.
Esquilo, el primer dramaturgo de la historia, nos dejó dicho: “El hombre que cosecha súbita riqueza inesperada, es un bárbaro”. Aquí, con menos prosapias y poco cultos, decimos “chorizos”. Palabra tal vez vulgar y empalagosa, pero cuyo contenido descriptivo es invalorable.