Uno de los documentos más sugestivos del Concilio Vaticano II salía al encuentro de la humanidad, tantas veces asediada por las dificultades que la enfrentaban por fuera y la rompían por dentro. Se avanzaba en el terreno tecnológico, y se retrocedía en el campo moral y en una convivencia herida por los mil desencuentros, insolidaridades y belicismos. Dios mismo caía bajo sospecha y se le llegaba a señalar como el culpable o el cómplice de todos nuestros desmanes. Ante un mundo así de revuelto, de contradictorio, de vulnerable, la Iglesia quiso dirigirse a la humanidad con aquellas profundas palabras con las que comenzaba la constitución Gaudium et Spes: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón”.
Este domingo celebramos una Jornada mundial que tiene que ver con esa vocación de acompañamiento por parte de la comunidad cristiana, dirigida a un sector particularmente querido y zaherido, los inmigrantes y los refugiados. El Papa ha escrito un precioso mensaje para este día. Dice él que “aquellos que emigran llevan consigo sentimientos de confianza y de esperanza que animan y confortan en la búsqueda de mejores oportunidades de vida. Sin embargo no buscan solamente una mejora de su condición económica, social o política. Es cierto que el viaje migratorio a menudo tiene su origen en el miedo, especialmente cuando las persecuciones y la violencia obligan a huir, con el trauma del abandono de los familiares y de los bienes que, en cierta medida, aseguraban la supervivencia. Sin embargo, el sufrimiento, la enorme pérdida y, a veces, una sensación de alienación frente a un futuro incierto no destruyen el sueño de reconstruir, con esperanza y valentía, la vida en un país extranjero”.
En la experiencia cristiana, el salir de la tierra o el experimentar la expulsión por tantos motivos, no nos resulta ajeno. Y esto debe generar la hospitalidad, ante aquellos que han perdido tantas cosas, y deben vivir a la intemperie y en soledad. Por eso, como señala Benedicto XVI, “los que emigran alimentan la esperanza de encontrar acogida, de obtener ayuda solidaria y de estar en contacto con personas que, comprendiendo las fatigas y la tragedia de su prójimo, y también reconociendo los valores y los recursos que aportan, estén dispuestos a compartir humanidad y recursos materiales con quien está necesitado y desfavorecido”. Lo dice el mismo Jesús en su texto más provocativo del Evangelio, “estuve desnudo y me vestisteis, hambriento y me disteis de comer, enfermo y me visitasteis, extranjero y me acogisteis” (Mt 25). Ante este horizonte, constatamos que “la vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso. Un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente, ellas son luces de esperanza. Jesucristo es, ciertamente, la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia, pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía” (Spe salvi 49). Nosotros, que hemos sido acogidos y sostenidos, debemos testimoniar lo mismo a los que Dios pone en nuestro camino. Es el amor que testimonia la fe y despierta la esperanza.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo