En un libro arrinconado encuentro a varios “compañeros del viaje” de la vida salpicada de punzadas. Son ellos Ángel González, José Manuel Caballero Bonald, Carlos Barral, José Agustín Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, José Ángel Valente, Francisco Brines y Claudio Rodríguez, la promoción poética de los años 50 en una España color ámbar.
De estos ocho poetas del aliento ferviente, quien más se acerca a nosotros de una forma casi ineludible, es Goytisolo.
En su elegía llamada “Autobiografía”, hizo el retrato al carbón de nuestra generación, y todos, sin excepción, hasta los incrédulos de la palabra, lloramos alguna vez sobre esas estrofas.
Tal vez por ello, cierto lejano día brumoso cargado de tintes opacos, el bardo se fue en peregrinaje a la tumba de Antonio Machado en el cementerio de Colliure.
Estando en la tumba cara al rostro de piedra del poeta de la Castilla barbacana, le dijo: “Yo no he venido para llorar sobre tu muerte, sino que alzo mi vaso y brindo por tu claro camino y porque siga tu palabra encendida.”
En alguna parte del camposanto, entre los cipreses, los frutos plumosos de la clemátide y el jugoso saúco, los amigos en noches de vino y rosas, Alfonso Costafreda y Gabriel Ferrater y su admirado Cesare Pavese, lo observaban con asombrada cadencia.
Su infancia quedó marcada con la muerte de su madre en la Gran Vía madrileña durante un bombardeo de la aviación franquista.
Después narraba: “Dicen que soy raro. ¿Cómo quieren que sea?”. Su madre se llamaba Julia y su nombre quedó proscrito, envuelto en honda soledad, hasta que José Agustín lo recuperó cuando nació su hija. A ella le dedicó el poema “Palabras para Julia”.
“Tú no puedes volver atrás / porque la vida ya te empuja / como un aullido interminable.
Hija mía es mejor vivir / con la alegría de los hombres / que llorar ante el muro ciego.
… Yo sé muy bien que te dirán / que la vida no tiene objeto / que es un asunto desgraciado.
Entonces siempre acuérdate / de lo que un día yo escribí / pensando en ti como pienso ahora.”
Ante ese párrafo, uno se cubre de espuma estrujada, destierro hondo, desazón y lágrimas corriendo hacia adentro, sobre el esternón que matiza cada dolor humano, y el soplo acongojado elevando salitre, una y mil veces, en las laceradas vertientes de la existencia adolorida.