Dar una mirada al pasado no siempre picotea la piel: también suele traer ternura escondida o cobijada entre la rugosidad del espíritu.
Paseando en una callecita con naranjales y limoneros helados entre una lluvia azulina, al final se levanta un busto dedicado al poeta Omar Khayyám, y al verlo, pensamos que no todo está perdido en la ciudad costera que visitamos con emotiva placidez.
Entre enredaderas acicalando las paredes, nos viene a la memoria, esta mañana invernal, que solamente los creyentes de las piedras trabajadas a cincel pueden escoger entre esperanza o sueltos poemas.
Los seres como uno, sin dioses humanos que cubran tanto desasosiego interior, suelen contar con el apego, ese malecón de la vida donde se amarran sus hondos y magullados pesares.
Lo señaló Montaigne: “Cada virtud necesita un hombre; pero el compañerismo dos”, y en esa diatriba estábamos cuando recibimos una postal.
Es una hermosa vista de Punta de Massulio, con la villa de Curzio Malaparte al fondo sobre un mar azul intenso.
La tarjeta llega de la Isla de Capri y la envía un grupo de amigos de “La Piazzetta”, bajo la sombra de las cúpulas de san Esteban con sabor oriental.
Cuando de tarde en tarde estamos en la “isola”, nos reunimos allí bajo los quitasoles del bar Tiberio mientras saboreamos una copa de “liquore di limoni” vendido en la cercana cartuja.
Veo a Antonieta, Pepote y Aurelio, los amigos inseparables que en cada viaje vienen a nuestro encuentro, esperando en el atracadero de Marina Grande la llegada de la barcaza de Nápoles.
Sobre aquella roca calcárea, el viajero llegado del Mar Caribe con alforjas rellenas de sensaciones, viene al encuentro de las sombras y las palabras aquí pronunciadas y taladradas por Pablo Neruda, Byron, Máximo Gorki, Curzio Malaparte, Axel Munthe y Graham Greene entre otros muchos bardos.
Cerramos los recuerdos y regresamos a la placita: Ahora, con los árboles desnudos se ve diminuta, convertida en canto o barro cocido, la figura de Omar Kheyyám. Al verlo tan solitario, nos llega de pasada una “rubai”:
“Al mundo, ¿a qué venimos? Después, ¿por qué nos vamos? / ¿Qué quiere esta existencia que nos ha sido impuesta? / Arden las almas bajo su peso y se convierten en cenizas, más yo no logro ver la hoguera”.
La brisa desangelada de estos días nada templados no ayuda a avivar el cuerpo. En vida, el trovador persa enardecía la sangre con vino deleitable, al saber que un caldo de la tierra-madre guarda perennemente la esencia de unos labios de hembra aguijoneados de fogosa lascivia.