Israel fue fundado en 1948 en medio la Guerra de los Seis Días y la de Yom Kippur.
Detrás de ese corto espacio se alza la esencia de un pueblo nacido en las llanuras de Mesopotamia hace más de cuatro mil años, cuando Abraham creó un dios único y Moisés, tiempo después, recibió un Decálogo que ha marcado la existencia de las tres grandes religiones monoteístas.
No seremos judíos; sino cristianos, mahometanos, agnósticos o espiritistas, pero nos imbuimos – la mayoría de las veces sin reconocerlo – en el legado de la Tora escrita – la Biblia – y la Tora oral – el Talmud – un compendio de códigos sin los cuales el mundo, tal como lo conocemos, sería distinto.
Se podría analizar desde todas las perspectivas y se llegaría a la misma conclusión: sin esos párrafos directos, poderosos, sencillos, inmensos, no recapacitaríamos de la forma en que lo hacemos.
El escritor G. K. Chesterton, por mediación de un personaje, el padre Brown, nos mete el dedo en la llaga, escarba y nos enfrenta a la razón, al amor y la justicia en el contexto sublime de esos términos donde ”No mates”, “no robes”, “no mientas” y el resto de los preceptos, son tan válidos hoy como en el principio de los tiempos, y servirían tanto entre los habitantes del planeta tierra, como en otro mundo en el Cosmos si hubiera vida pensativa en los confines del universo.
Los Diez Mandamientos “no requieren justificación ni se les puede rebatir”. No dependen de las circunstancias ni se les puede dejar de lado por consideraciones especiales. Para el sacerdote en el cuento de Chesterton, no son sugerencias, ni siquiera diez “retos”. Son exactamente lo que parecen ser, y no hay manera de eludirlos.
Thomas Cahill, el autor de “Los dones de los judíos”, nos explica con una pasión rayada en la poesía, lo imposible de quitarnos de encima las palabras más trascendentales de nuestra existencia humana.
Millones de humanos han recibido ese decálogo considerándolo razonable, necesario “y hasta inalterable”, porque está escrito en el mismo corazón desde que empezó a latir.
Mi fe cristiana, tosca algunas veces, honda y desgarrada otras, viene de esos fuegos aterradores del monte de Sinaí, del cual un hebreo bajó para que racionalizáramos lo desconocido y cuyo resultado final ha sido la civilización que nos sostiene.