El título del libro más conocido de José Ortega y Gasset tiene plena actualidad. No porque exista una identidad entre el fenómeno descrito por el escritor madrileño y la sociedad actual, sino porque “la masa” -si así podemos denominar al conjunto de la sociedad- ha pasado de adoptar una posición de sufridora, a una actitud reaccionaria contra la clase dirigente que la masacra y exprime –impositivamente hablando- a la vez que mantiene incólumes todos sus privilegios, algunos de ellos de dudosa legalidad y, en todo caso, de una ética muy cuestionable.
Del hombre-masa ortegiano, que no se valora a sí mismo, que se siente bien, precisamente, perteneciendo a la masa, que carece de iniciativas, que se considera protegido con el anonimato, se ha pasado al ciudadano combativo contra el sistema que lo aprisiona y que lo desangra sin consideración alguna. Se ha pasado al ciudadano que considera que no bastan las elecciones para expresar su opinión, sino que hay que reaccionar a diario contra la clase política que parasita los presupuestos y los puestos públicos. Esa clase política que exige tremendos sacrificios a los ciudadanos pero que sigue instaladA en las prebendas y la opulencia. Esa clase política que vive de espaldas a la sociedad con cargo a cuyos impuestos mantiene un tren de vida ofensivo para el ciudadano. Esa clase política que se atribuye en exclusiva la función de decidir el bien y el mal, lo justo y lo injusto, lo legal y lo ilegal. Esa clase política que entiende que el interés público deja de serlo si no coincide con el suyo. Esa clase política que mantiene una total opacidad sobre sus retribuciones. Esa clase política, en fin, que ha llevado a la ruina económica y ética a toda una sociedad que creía que el poder era deber, pero que ha podido comprobar en carne propia que “la política es el arte de la mentira” en frase acuñada por el propio Ortega.
La clase política se ha adueñado de todos los instrumentos de poder y los usa en beneficio propio. El sector público se ha convertido en la mayor empresa familiar del país. Estado, comunidades autónomas, ayuntamientos, empresas públicas, fundaciones, organismos autónomos, entes públicos, son refugio de familiares, amigos y políticos sin escaño. La clase política se ha adueñado de nuestras vidas y de nuestras haciendas.
Simultáneamente a esa apropiación de lo público, la clase dirigente intenta fundamentar los brutales recortes a los que somete a los ciudadanos apelando a la solidaridad. ¿Con quién? La clase política ha traspasado los límites marcados por la Constitución y ha pasado de ser administradora de los presupuestos públicos a adueñarse de ellos.
La radiografía del estado de ánimo de los españoles publicada recientemente por un diario de tirada nacional evidencia un país sumido en la decepción más profunda que muestra un enfado considerable contra la clase política en general y contra el Gobierno en particular.
Un Gobierno que ha tirado su programa electoral a la basura y cuya única actividad conocida es explorar todos los resortes susceptibles de generar ingresos, en lugar de dedicarse a poner en marcha medidas de recorte del gasto público y de reforma de la Administración.
La subida de impuestos, los recortes en sanidad y educación, la congelación de las pensiones, la reforma laboral y el ataque frontal contra los derechos retributivos y sociales de los funcionarios que lejos de traducirse en mejoras de la economía, la empeoran, generan desencanto, frustración y una reacción inédita de “la masa” contra la clase política.
Nadie hubiera podido pensar siquiera hace unos meses que las denuncias contra los privilegios de la clase política se iban a dirimir en los juzgados. La reciente querella presentada por la asociación Democracia Real Ya contra 63 diputados nacionales, incluido el Presidente del Gobierno, Sr. Rajoy, por cobrar dietas del Congreso pese a disponer de casa en Madrid, constituye un hito en las relaciones de “la masa” con sus representantes políticos que debiera hacer reaccionar a nuestros dirigentes porque tal como están las cosas, no es descartable que la denuncia caiga en manos de un juez con afán de protagonismo o con un sentido de la justicia que supere sus aspiraciones de prosperar y monte la marimorena.
Es momento de poner a cero el contador de los gastos y de las subvenciones y decidir a partir de ahí lo que es justo distinguiendo entre lo principal y lo accesorio.
Las grandes crisis, como la que atravesamos, son el momento adecuado para poner en marcha las grandes reformas. Cuestiones que nadie se atrevería a tocar en tiempos de abundancia, son admitidas sin gran debate en tiempos de penuria.
Es momento, en definitiva, de que pierda su vigencia aquella frase del Siglo XVIII que decía “El político es el animal mejor preparado para mentir, apropiarse de lo ajeno y hablar de cuanto ignora”.