Han vuelto las clases y nuestros más jóvenes regresan al colegio. Las fiestas terminan y todo entra en sus cajas hasta que dentro de un año volvamos a romper sus lazos y precintos para engalanar la vida y montar el Belén. El horizonte se inclina caprichosamente hacia arriba como siempre sucede con la cuesta en enero. Y parece que uno se despereza forzadamente para volver al cotidiano trajín tras la tregua navideña.
Estos primeros días del año se presentan siempre con el sabor resacoso de unas fiestas que volvieron a terminar, y la incertidumbre llena de fatiga ante el presente y el futuro tan duro que no se logra despejar. Se nos antoja entonces que estos primeros lances de cada año son ingratos, desabridos, duros. Pero el invierno tiene una cualidad humilde capaz de enseñarnos una lección en estas fechas del año. Y hace saltar por los aires cualquier pesimismo, cualquier maleficio, rompiendo cepos y abriendo ventanas, para que entre la brisa de la esperanza que nos permite volver a empezar.
Aunque los días se empiezan a alargar con el tiempo pausado de estas fechas, y parece que se nos cuela antes la luz cada mañana al despertar, y que resulta cada vez más remolona al decirnos adiós al atardecer, tiene algo este tramo del año que nos hace abrir a la esperanza en medio de las cuestas arriba que nos impone enero.
No estamos ante la explosión vivaracha de una primavera en frescor, ni ante el apacible estío que llena de sosiego jornadas largas de tiempo amable, y tampoco estamos ante ese otoño discreto que nos introduce en la serena paz de alfombras de hojas caídas. Es difícil este tiempo en el que el frío por fuera parece que nos atenta por dentro, y nos deja demasiado desnudos ante una intemperie desnuda también. El paisaje invernal impone esta nota de austeridad que puede sumirnos en una cierta soledad tal vez demasiado descobijada.
Y sin embargo, en el invierno la vida también crece. No tiene la apariencia vistosa y colorida de otras estaciones del año, pero hace su papel y trabaja calladamente para que luego lleguen los frutos sabrosos, y rompan las flores con su aroma, y el agua salte cantarina por torrentes y valles. Nuestra vida tiene momentos de invierno que no son inútiles, ni sin sentido. Hay que saber vivirlos con la sencillez y sabiduría de quien también aquí se atreve a entender el mensaje de Dios. Porque no es el momento de la flor ni del fruto, sino el tiempo de la raíz. Y las raíces no trabajan en el escaparate, sino en la más noble trastienda, para que luego se pueda presentar y exhibir lo que callandito se ha ido preparando.
Decía el gran poeta Rilke que “Dios espera siempre en las raíces”. Estamos también nosotros preparando el fruto de la primavera que deseamos para todos en tantos sentidos. El Señor que es quien ha sembrado su Gracia en el surco de nuestra vida y de nuestra Diócesis, es también Él quien la riega y abona, y será Él quien hará brotar una novedad que llene de luz y de fecunda bondad nuestros caminos.
Tiempo de invierno, tiempo de raíces, para crecer interiormente, poniendo así los peldaños por los que podremos subir al altozano desde donde se ven las cosas con los ojos de Dios. La Iglesia no tiene un balcón mejor cuando abre sus puertas, sus brazos, para que quien busca encuentre, quien sufre sea sostenido y consolado, y quien reparte a manos llenas el bien y la paz de Dios sea siempre bienaventurado.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo