De los Balcanes sé muchas historias. Las escuché en los monasterios ortodoxos bajo copias de “El ángel blanco”, cuyo fresco original se halla en Mileseva, cerca de Prijepolje, a orillas del Milesevka; en refugios de familias kosovares huyendo de sus “campos de mirlos” con el pánico haciendo supurar la piel; en el hotel Metropol, en Belgrado, apacible remanso al llegar a la capital; del mismo modo en los sonidos de los violines del Café “Moskova”, y a la sombra del fortín en el Parque de Kalemegdan, observando el abrazo de las aguas de los ríos Seva y Danubio en un torbellino de fuerza telúrica, cercana a las pinceladas de los caballos de Petar Lubarda y a trigo encendido en los lienzos de Milan Konjovic.
Y así en esta península, gran brecha entre Oriente y Occidente, siguen resurgiendo conflictos hoy silenciosos.
Si alguien desea vislumbrarlo, debe platicar de religión, y eso en estos surcos no es tema baladí. El catolicismo nació en el Oeste, la ortodoxia en el Este. En medio, incomprensibles diferencias suscitando posiciones conflictivas.
Los serbios han vivido entre montañas, encajonados valles y espesos bosques; no son rudos ni místicos, pero lo parecen al haber sido siempre difíciles de someter a la esclavitud; ante esa causa el desprecio y las falsas leyendas tejidas recorren los Balcanes, olvidándose que gracias al sacrificio de este pueblo eslavo, Europa central ha sobrevivido hasta el día de hoy nutriendo su fe romana sobre un promontorio histórico enaltecedor.
Uno en Belgrado camina persistentemente hasta el parque de Kalemegdan. A lo lejos, tras la columnata de “El Vencedor”, se divisaba una prodigiosa vista sobre las grandes llanuras que parten al encuentro de Hungría, mientras se siente en el sonido acongojado de las invasiones austrohúngaras y la epidemia de tifus que tiempos después devastaría la ciudad.
Se sale de aquel arbolado con la sensación de que el espacio y la propia existencia se han cuajado, mientras un sabor de sangre caliente supura la boca.
Lo atrayente al viajar a esta parte de Europa, es ver que la distancia entre ciudades no existe, se hace chiquita.
“Lo protervo - dijo la amiga serbia – es esa capa de barniz histórico tan distinto en cada nación. Somos europeos, sí, pero no nos conocemos. El mundo de cada uno se encierra en sí mismo creando la amarga soledad del tumulto”.
Departía la joven, degustando un licor agrio de ciruela, con la sapiencia del dolor que ansía ser olvido.