Reiteradamente me han preguntado que por qué en esta colaboración habitual no hablaba de la huelga médica. No lo hacía sencillamente porque se trata de un asunto complejo («enguedeyosu», diría con propiedad) que ni se puede despachar con el tópico de «que dialoguen» (ya lo hacen pero no se ponen de acuerdo) ni se puede dar la razón a una de las partes frente a la otra, porque ambas tienen sus culpas y sus razones.
Apuntemos, ante todo, cómo hemos llegado hasta aquí. Sucintamente, la política de los gobiernos socialistas en Asturies ha venido marcada por cuatro parámetros: ceder siempre, hasta ahora, ante las exigencias de la sanidad, muy particularmente de los médicos; llevar adelante una política de apertura de hospitales y centros de salud atendiendo antes a la propaganda y al voto que a la racionalidad económica; actuar siempre, en cuanto a los costos, con la típica mentalidad de izquierdas, que consiste en suponer que el dinero aparece en los bardiales y que basta desear para poder, lo que se sustancia hoy en la formulilla mágica de «anteponer la política a los mercados». (Por cierto, cuando, a comienzos de la década del 2000 se quitaron gratis et amore dos horas y medio de trabajo a los funcionarios y sanitarios, fui yo de las escasísimas personas que se preguntaron quién pagaba eso o con qué se pagaba. Hoy ya se ve que, al final, siempre viene el escribano a cobrar «les llozaníes de la danza de Santiagu», como decía Caveda y Nava).
El cuarto parámetro es el del sectarismo «ideológico» (esto es, el sectarismo de tópicos y discursos) con que siempre ha venido obrando el PSOE en Asturies, a modo de «reserva espiritual del socialismo de Occidente». De esa postura ha nacido la discriminación de exigir a los médicos la exclusividad en la sanidad pública, lo que no existe en ninguna parte de España y, a mi entender, no constituye un beneficio para la población, y, seguramente, en los últimos meses, determinadas exigencias (algunas, digámoslo con claridad, son beneficiosas para la ciudadanía, como la apertura de consultas por la tarde en los centros de salud) de restitución de horas y descanso tras las guardias, que parecen fruto más de un «se van a enterar» que de otra cosa.
El derecho de huelga y el de manifestación son derechos incontestables. Ahora bien, los sanitarios del espacio público no ejercen contra el patrón el derecho a no producir un bien con cuyo detrimento el empleador ve disminuida su riqueza, su acción en la huelga se realiza privando a los ciudadanos de un servicio, más aún, haciéndolos rehenes y convirtiéndolos en instrumento involuntario de su presión. Ya sé que es difícil hacer una huelga en la sanidad pública (en la sanidad privada el patrón entra en pérdidas económicas que afectan a su bolsillo) sin dejar de atender a los enfermos; pero es que el derecho de los médicos o sanitarios se ejercita privando de sus derechos a los ciudadanos, dañando su salud en algunos casos y, en todos, retrasando su curación o atención. Y cuando una huelga se prolonga tanto como esta, empiezan a intervenir cuestiones éticas y de expolio de derechos a quienes nada tienen que ver con el conflicto.
Esta particular situación nos puede llevar a una reflexión general sobre el ejercicio del derecho de huelga y es que este, en los últimos tiempos y progresivamente, se suele ejercitar no mediante la dialéctica empleador/empleados en el seno de la empresa, sino tomando a los ciudadanos como rehenes y como armas en la pelea particular de quienes tienen un conflicto. Cuando se habla de «movilizaciones» no quiere decirse que se vayan a disminuir los beneficios del empresario mediante el cese de la producción, sino que se va a salir a la calle a causar el mayor número posible de molestias a la gente, y a veces, con deterioro de los bienes públicos (vayan ustedes, por ejemplo, dando saltos por las autovías asturianas en donde los «rapazos» se entretuvieron en quemar neumáticos). Que se comprenda esa forma de actuar y que se entienda que deba llevarse con paciencia aun cuando se superen ciertos límites (que, por ejemplo, lo hagan a uno perder un día de trabajo o un cliente) no creo que sea exactamente una virtud de nuestra sociedad, porque, entre otras cosas, los pobres diablos de una empresa pequeña —quienes no tienen capacidad de violentar a los demás—, ahí se quedan sin que nadie mire para ellos.
Por cierto, otro día hablaremos del Comité de Sabios recientemente creado y de los landistas, esos tipos que, como el Alfredo Landa de las españoladas de los setenta, pasan el año pidiendo a voces «un plan». El último en hacerlo ha sido el señor Pino, de CCOO.