El escritor italiano Humberto Eco publicó hace tiempo un artículo titulado “¡Mata al judío!”. En el mismo criticaba unas octavillas aparecidas en una universidad, en las que junto a la leyenda de “Caníbales, beduinos, rabinos, fuera de Italia”, se representaba zafiamente a quienes los autores de los panfletos consideran como los principales enemigos de ese país.
El autor de “El nombre de la rosa” recordaba algunos párrafos de los dolientes “Protocolos de los sabios ancianos de Sión”, papeles que tanto han servido como argumento para hacer pasar por las cámaras de gas a seis millones de judíos, y recordaba como ese folleto había sido escrito por un triste y enloquecido tunante llamado Julios Evola, al que en los últimos años ha vuelto a proponer como pensador de rango, la nueva derecha europea.
En un ensayo agrupado en el volumen “América”, el fallecido Norman Mailer decía - “tal vez por primera vez en la historia” -, que en una guerra, la Segunda Mundial, y los años que la siguieron, se hizo un recuento estadístico de toneladas de dientes y camiones repletos de cabellos. Era la simbología más desarropa del Holocausto.
El autor de “La canción del verdugo”, se había dado cuenta de que la Europa del humanismo iba perdiendo la memoria de sus crueles tragedias recientes.
Una tarde, mirando el mismo mar Mediterráneo que yo estoy observado ahora en la playa valenciana de Malvarrosa, Elie Wiesel, Premio Nobel de la Paz y errante de su propio pasado, exclamaba empujando la conjunción de cada palabra:
“Yo formo parte de una raza – la judía – que es el pueblo de la memoria. He vivido un período que me exige fidelidad a la memoria. Tenemos derecho a tener recuerdos, a ser fieles a ellos, porque no hay libros ni nada si no los evocan. Si no, los recuerdos desaparecen.”
No se daba cuenta de que comenzaba a ser el último de los guardianes del recuerdo más atroz del pasado siglo.
Han transcurrido solamente 70 años y pareciera una eternidad; es como si el dolor cuajado sobre seis millones de almas fuera un cuadro de Chagall visto al trasluz de una débil palmatoria.
El campo de concentración de Auschwitz-Birkenau y el resto de ellos, repartidos en la Europa central, no son una metáfora de cierto gas mortal, azulino y casi diáfano como el aleteo invisible de un ángel.
El sentimiento antijudío se ha redoblado y ante esa vergüenza se siguen clavando púas, hierros candentes, escupitajos, orines, palabras despiadadas, sobre la inmolación más terrible jamás padecida.
La masacre no germinó simplemente partiendo de la idea malsana de un maniático: para que eso haya sido posible, el rencor estuvo incubándose y creciendo ante la ceguera de muchos y la indiferencia de los más.
En “El olvido”, la oración de Elhanan, el anciano profesor implora:
“Dios de Auschwitz, comprende que debo acordarme de Auschwitz. Y que debo recordártelo. Dios de Treblinka, haz que la evocación de ese nombre continúe haciéndome temblar. Dios de Belzec, déjame llorar sobre las víctimas de Belzec.”
El fanatismo – escribía Elie – no es algo estético, es contagioso, va de un lado a otro, de una parte del cuerpo a otra, de un ser a otro. No nos damos cuenta del peligroso que puede ser.”
Debemos rogarle al cielo no suceda lo que recuerda Norman Mailer: volver a contar dientes y cabellos de millones de victimas de otro holocausto o gulag.