A modo de un rito de plegarias acudimos alguna vez que otra a un geriátrico a pasar unas horas cortantes.
Es una mole blanca levantada en una inclinada ladera, donde la caridad de algunos y el abandono de otros, amontonaron, igual a trastos viejos, varias docenas de longevos seres que rumian sus cuitas entre la soledad, la amargura del tiempo perdido y una angustia de sentir en la carne macerada el vaho de la muerte agazapada muy cerca.
En el tercer piso esperan, con la ilusión a flor de labios, una docena de ancianas desahuciadas. Todas, menos dos o tres, están postradas, clavadas en sillas de ruedas.
Alguna vez hay una visita familiar solitaria, pero inexorablemente cada domingo, igual que el sonido tétrico de una oración fúnebre, llega un zumbido de sectas religiosas empeñadas cada una en salvar estas almas que hace añales, desde el mismo día en que fueron encerradas a cal y canto, andan entre los andurriales del cielo hablando directamente, sin intermediarios, con Dios.
Viven permanente envueltas en olvidos, una especie de niebla cuajada de silencios profundos. Al vernos, sus rostros curtidos, algunos secos y rígidos como momias, parecen despertar de un adormecido letargo.
Hay una anciana igual a una crisálida; otra es un pedacito de algodón apretujado en ovillo de lana blanca; varias están tullidas; otras totalmente ciegas; dos, despiertas y traviesas como niñas en flor, ríen y hacen muecas sin fin; una, perdida por los ensortijados senderos del olvido bueno, mira permanentemente al infinito, como si navegara al encuentro de la Estrella del Sur, allí donde Joseph Conrad dice que se halla la eternidad y Marguerite Yourcenar sitúa el mar cerúleo.
Al despedirnos, después del necesario acerbo ceremonial de una misa pagana, donde no faltaron besos, guiños ni escamoteos, nos saludan con un prolongado... “¡Dios le acompañe!”, ramo fresco de azucenas y alhelíes llevado a los labios, repiqueteo de campanas conventuales hacia el introvertido ser que mora en nosotros.
Hoy estas letras trenzadas son una postal policromada marcando inexorablemente la conciencia de los abandonados de todos los senderos de la existencia, y lazada sobre un mundo en el que parece haber poco lugar hacia el humanismo del amor fraterno.
No olvidemos nunca, que el otro que nos mira, con llagas putrefactas en las manos, desahuciado de lo vientos de la comprensión y el afecto, es el reflejo de nosotros mismos.
Feliz – si ello fuera posible – el Nuevo Año.