Contar cuentos es un arte; escribirlos, igualmente. Marguerite Yourcenar ha sido una sorprendente autora de relatos cortos, algunos – si eso es posible en ella – muy superiores en ciertos aspectos, a la mayoría de sus novelas.
En “Cuentos Orientales”, un libro leído y releído docenas de veces, la autora de “Memorias de Adriano” consigue elevar la escritura a una cúspide casi inalcanzable para los demás mortales.
Nadie, con menos palabras, ha podido decir tanto. En esa obra las letras son música, y la forma de retratar a cada personaje es la misma usada por los grandes maestros de la pintura: pinceladas precisas, directas, donde el color se hace vida y cada sentimiento, si uno lo toca, vibra, quema, produce heridas.
Yourcenar nos lleva en un recorrido casi místico, por pueblos y ciudades de China a Grecia, de los Balcanes al Japón. En cada uno de esos lugares nos invita a penetrar en sublimes palacios, visitar mercados, bajar a oscuras cuevas, observar un robo, una pequeña mirada, el andar de un ciego, la sonrisa de un niño, el beso de la amada o la flaccidez de la muerte.
El cuento “Cómo se salvó Wang-Fó”, el personaje, un anciano pintor que va plasmando sobre seda o papel de arroz el correr de una existencia sin aparente sentido, pero cuya vida y hasta su propia muerte han sido construidas a partir de sus pinceladas, es el reflejo del supremo acto de crear partiendo de una blanca cuartilla.
En “Kali decapitada” o “Nuestra Señora de las Golondrinas”, la escritura se vuelve arte puro, esencia sin matices, creación más allá de todo contorno, ya que la autora, con una sencillez pasmosa, toma un pequeño puñado de palabras, y teniendo como única ayuda el instinto del que simplemente observa detenidamente hasta el más mínimo detalles, realza un acto de humanos excelsa creación.