Al principio de un lejano invierno neoyorquino, el Nobel de literatura Saul Bellow escribió un libro titulo “Jerusalén, ida y vuelta”. Seguramente esas páginas, tras los muchos sucesos que han venido sucediendo en esa franja de tierra entre el Mediterráneo, las riberas del río Jordán y el desierto de Néguev hacia el mar Rojo, poco o nada puedan decir ya.
No es cierto: cada expresión sigue reflejando las mismas secuelas que implican a israelitas y palestinos hace décadas.
A Bellow lo conocimos años antes en las descarnadas opiniones que sobre su vida mantuvo el tenaz Gore Vidal, mientras se adormecía en la costa amalfitana de Ravello.
Después lo oímos hablar cuando matizaba el destino de los judíos norteamericanos a los que supo disecar hasta hacerlos pergaminos, mientras taladraba en letras de fuego las angustias lanzadas por un dios eternamente furioso contra el llamado pueblo elegido, al que ayudó a través de los siglos – y aún lo hace – a luchar contra los elementos y las adversidades cabalísticas.
El crítico y novelista Martin Amis dijo sobre el autor de “Herzog”: “En el nombre de Bellow (Saul) hay una errata: la “a” debería ser una “o”.
Recordemos que “soul” es alma, en inglés.
En Jerusalén, pasando del barrio griego al cristiano, cruzando la Ciudadela y penetrar como viento en desbandada entre los toldos de los vendedores armenios de baratijas, dejando a nuestra izquierda el Muro de las Lamentaciones, encontramos la primera Madraza abierta a la zona musulmana. Allí la fe de cristiano viejo que uno lleva en parihuela, rezó ante las estaciones punzantes reflejo de la tragedia de Cristo.
No acudimos a Israel a rezar ni a hincarnos de rodillas ante las murallas viejas, caídas, achicharradas al sol, sino a ver y contar.
Ante las actuales contextos políticos, nuestra presencia se hizo temerosa en algunos momentos y en otros reflexiva, intentado comprender en su dimensión el drama de Oriente Medio – allí nada parecer ser lo que aparenta - y uno debe escudriñar en el barro que ayudó a moldear a estos hombres y mujeres.
Al no ser uno experto en nada, acudimos como turista intentando – si eso fuera posible – la historia en su contexto.
En una tierra de trances en que una sola ciudad, Jerusalén, es defendida a fusil, espada y cuchillo, entre judíos, cristianos y musulmanes, uno intentó imaginar la manera en que un Dios, llámese también Jehová o Alá, morando a su vez en la cúpula de la Roca, el Santo Sepulcro y el Muro de las Lamentaciones, pueda presenciar tantos conflictos humanos envueltos en sangre sin inmutarse. Será conspicuo leer en este trance “Vida de Jesús”, de Ernest Renan.
Vano empeño. Seguimos el sendero de los creyentes penetrando a la Ciudad Santa por la Puerta de los Leones. Rugía el alma y la Madraza de al- Sallaniya se alzaba ante nuestros ojos imperecedera.
Esas piedras, más antiguas que el hombre, nos protegieron. O eso siempre lo hemos sabido. Y saber, garabateó el profeta en papiros hechos con madera de cedro, es mucho más que creer.