Salimos de la pubertad famélica intentando dejarnos el bigotillo para ver si conseguíamos parecernos a Clark Gable. Habíamos visto sacudida la breve vida barriobajera y lo poco que teníamos se lo había llevado el vendaval de la brutalidad y la furia de la posguerra. El hambre, no: se guarneció, con ahínco, entre las costillas. Con todo nos quedaba el cine. Pasado el tiempo inmutable de la juventud pecata, ni eso.
Creo recordar todavía – cuando ya hemos cruzado con mucho el meridiano de la existencia - que la primera vez que fui a ver “Lo que el viento se llevó” fue arrastrado por una rubia oxigenada que atendía al nombre de Antoñita.
A mí no me atraían nada los melodramas, los peliculones lacrimógenos con música estridente y besos castos censurados, obsesionado como estaba en aquella época con el cine de Pudovkin. Intenté durante toda la película llevar su mano a la entrepierna. Tarea imposible. Fue, como muchas cosas en esos tiempos, pura frustración, sobre todo cuando supe que la encendida muchacha lo que tenía era una avidez angustiosa de comer. Se merendó ella solita las dos bolsitas de pepitas de girasol.
En todo ese tiempo lóbrego, tal como funcionaban las realidades en aquella época, el cine era la única – y posible – salida a la luz de los sueños. No existía otra cosa que nos ayudara a salir de la realidad. Bueno, el estraperlo. Europa quedaba demasiado lejos y América en alguna parte del insondable mar océano. A lo mejor ese continente de alucinaciones no existía y era un invento del llamado cinematográfo que, como todo lo suyo, sería también un cariñoso engaño adornado de cartón piedra.
Un día, con otra muchacha del barrio, cuando conseguí por fin acercar mis labios a los suyos, justo en el preciso momento en que una melodía inolvidable inundaba la pantalla y una tal Escarlata O ´Hara lanzaba un largo suspiro , a ella le entraron deseos de ir al baño.
Desde esa época – creo – aborrecí en cierta forma el llamado – ignoro aún hoy la razón - Séptimo Arte, siendo en aquel momento cuando decidí inventar mi propio ideal femenino el cual tampoco pudo colmar las fogosidades interiores de un joven inundado de efusión desbordante y deseos lujuriosos.
Lo incauto es que ellas - las damiselas fáciles de las calles prohibidas de la villa marinera - también nos parecieron idealizados personajes cinematográficos.
En la actualidad, el cine sigue siendo en nosotros una asignatura pendiente sin posibilidad de aprobarla.