Cierro la ventana y con ella el frío de la tarde color ceniza. Abro el pequeño cuadernillo “moleskine” – legendaria libreta de hojas cuadriculadas usadas en sus andazas asombrosas por Hemingway, Picasso, Chatwin… - y borroneo algunas notas sueltas en este último viaje a la heredad de mis mayores, cada vez más alejada de la esencia primogénita.
No es un diario al viejo uso, son meros recuerdos para que no se hagan olvido en la trastienda de la mente.
Voy recogiendo pausadamente los detalles cotidianos para no alejarse uno demasiado de los perennes olvidos que ya comienzan a hacer nido en las comisuras del aliento.
Pomponio, en una carta al cordobés Séneca, estoicamente le decía: “Tan acostumbrados están algunos a sus tinieblas, que ven oscuras las cosas a plena luz”.
Y no debiera ser así cuando a mano tenemos un remedio: aprender cada día a vivir de nuevo.
Leo las primeras líneas escritas en la libreta y veo en ellas anhelos recobrados:
“Hay ardor tras la ventana límpida del hotel. Cercana percibo la aguja de piedra de la catedral envuelta en tonos mohínos. En algún lugar se aletargan gorriones. Mañana, una vez cruzados los campos pajizos de las dos Castillas, iré al encuentro de la baja Andalucía. Intento disipar, oliendo naranjos y olivos, un furtivo desvelo oculto”
Conozco la historia tantas veces repetida, pero jamás colmada, a pesar de ser tan mía. Al llegar, se expandirá una brisa chispeante y el aire sabrá a hierba húmeda. En el mesón donde nos quedaremos, una vihuela arrancará a sus cuerdas suspiros de fosforescencia.
Reflejados en el denso aire, mis pasos penetrando al colmado.
Cortos fandangos del sur profundo. Baile en tres por ocho y de ritmo claro. Al trasluz, ella estaba preciosa, era un clavel reventón; centelleaban sus ojos de cobre, y un calor apasionado subía por los pechos y se hacía espuma de sudor fermentado en lagrimones efusivos.
Las cuerdas de la guitarra no hablaban, gemían, mientras el vino en los cálices de barro goteaba hasta convertirse en sangre cristalizada.
Ese día comencé a garabatear puñados de cartas con un viento extraño y huracanado en el alma ahuecada. Ella se había hecho mujer. Subiendo promontorios, entre las ramas del cidro que bajaban de la venta, su infancia/niña se perdía, se convertía en calina. A la noche, con los vientos besando su pelo brillante igual a fragua encendida, miraba las estrellas, y yo iba tejiendo hilos con sus senos redondos, mientras mi casta, catequizada en leche, se fundía con la suya.
El cante, sempiterno y apacible, con sapiencia a mirtos, se embelesó de tal forma que aquella tarde juré que sería mía para siempre. Vano anhelo. El amor, cual brisa neófita de primavera, se vuelve exiguo.
Después llegaron otras brumas fogosas y bravas, pero ya no serían lo mismo, y aunque uno intenta con ansia aparentar la edad de la mujer que ama, ese anhelo es solamente un deseo furtivo.
Guardo la libretilla “moleskine”. La volveré a abrir, si tercia, a finales del invierno, cuando comience a sentirse el flamear de los árboles inermes, anunciadores del melancólico otoño enternecido.
Ahora son días mohínos y hay como una hondura de duerme vela sobre el espíritu sombrío.