Un año se nos va - ¡cuántos se han ido! – y uno aprieta sobre un pliegue del aliento las sensaciones vividas.
Cierro los ojos y me veo correteando entre los campos de la lejana infancia. Jugábamos entonces a recoger limones agrios y lanzarlos al agua del estanque. También a hacer barcos de papel y tejer las primeras esperanzas. Era la época en que empezaba a desear ver nuevas tierras, más allá de las crestas de las montañas. El amor llegó mucho más tarde; también el sentido de la ausencia.
En ese pueblecito, donde todo el mar llenaba nuestros ojos, venía cada mes, sobre el camino serpenteado de moras que rodea el camposanto, la carreta tambaleante pintada de colores de los titiriteros.
Los gitanos traían consigo el cine. Era mudo, y todos, especialmente los niños, se asombraban de aquellas vivencias animadas que pasaban sobre una tela blanca repleta de maravillas. El mundo entonces era chiquito, zalamero, y cabía en las cuencas de la mirada.
Más tarde el tiempo nos envolvió en la brisa de la primera querencia y en la dureza del desengaño. Era una sensación extraña, un cosquilleo en las profundas paletillas. “Es la vida”, dijo el cartero del pueblo
Un atardecer, bajando a los acantilados sembrados de hierbajos y musgo, en un recodo, colgado de un viejo castaño herido por el sol y la lluvia, estaba el cuerpo de un joven. Era un forastero llegado el día anterior buscando trabajo en las minas de carbón cuyas galerías se introducían bajo el fondo del mar.
Los niños salimos de la escuela a trompicones para ver la doliente escena de aquel hombre que el viento marino columpiaba como un tiovivo. La cara del muchacho estaba azul, y bajo la comisura del labio le salía un hilillo de sangre bajando hasta la barbilla y de allí al suelo. Ante aquella especie de espantapájaros, sentí como un ahogo. Esa noche el insomnio se apoderó de mi cuerpo y aún me acompaña.
Durante largo tiempo pensaba en suicidarme en un lugar lejano, apartado, para que así nadie pudiera hallarme, pues siempre he sentido aprensión por las mortajas, los gritos de las plañideras y las oraciones monótonas y sin sentido al pie del muerto.
Aún así, la existencia tenía otras sorpresas y, como el marinero sin tierra del poeta del Puerto de Santa María, musité sobre un cobijo de concha en la playa:
“Si mi voz muriera en tierra, / llevadla al nivel del mar / y dejadla en la ribera”.
Allí comenzó el tiempo a acurrucarse en nuestra mirada, hoy cansada y mustia. Adolorida.