Cuando era niño mi padre me decía que en una democracia cualquiera podía llegar a ser Presidente del Gobierno o Ministro. Estoy empezando a creerlo.
Nunca me ha gustado Gallardón. Demasiada vanidad, demasiado afán de protagonismo, demasiado interés en dejar huella, primero con obras faraónicas interminables y, ahora, a través del BOE.
Su frase “Gobernar a veces obliga a repartir dolor” es de las más desafortunadas de la democracia.
Hay que recordarle al Ministro que gobernar implica el poder de hacer leyes, pero es más fácil hacer leyes que gobernar y que gobierna mejor quien gobierna menos.
Gallardón con estas actitudes rememora a Napoleón Bonaparte cuando afirmaba que “Todo el secreto de gobernar consiste en saber cuándo es necesario quitarse la piel de león para ponerse la de zorro”.
Hay que recordarle también a Gallardón que no gobierna con justicia quien no tiene la capacidad de convencer.
Las leyes no pueden ser instrumentos de fuerza, ni con ellas se puede buscar el éxito personal. No pueden ser un medio de imponer la voluntad, ni de amenazar a la colectividad. Al pueblo hay que ayudarlo a tener conciencia de sus necesidades, de sus planes y posibilitar su realización. No se puede guiar a nadie por un puente si antes no se ha construido. No se puede legislar al margen del pueblo.
El arte de gobernar consiste en saber cuándo hay que abandonar la batuta para no molestar a la orquesta. El gobernante no se puede aferrar a su propia voluntad como único referente sino que debe ser permeable a los deseos de la colectividad que, en definitiva, es la que va a “sufrir” las consecuencias de las decisiones.
Un gobernante no puede legislar con improvisación como lo hace Gallardón. El ejemplo paradigmático lo constituye el tasazo judicial, cuya entrada en vigor se ve demorada por el muy jurídico argumento de la falta de coordinación entre Ministerios que no habían reparado en que la efectividad de la ley exigía disponer de algo tan elemental como unos impresos.
A un gobernante que hace anillos con las voces de los ciudadanos, que actúa con cesarismo –por que sí- que evidencia ese grado de irreflexión, se le asocia incompetencia, irrazonabilidad, falta de liderazgo. El verdadero líder debe saber reconocer sus errores y asumir sus responsabilidades.
Si a los conflictos que tiene abiertos el Ministro, se les aplicara una dosis de humildad y se solucionaran escuchando el clamor de la calle, el propio Ministro saldría fortalecido. Sin un mínimo esfuerzo de rectificación no se puede mantener el respeto de los ciudadanos.
El liderazgo exige humildad, comprensión, habilidad para reparar en los detalles. El liderazgo es ser fuerte, pero no grosero, atrevido pero no abusador, orgulloso, pero no soberbio.
Como decía José Saramago “la búsqueda incondicional del triunfo personal implica la soledad profunda”.
Gobernar es, en definitiva, dirigir con equidad, con justicia, con rigor, sin exageración, con razón, con criterio, con principios, con responsabilidad, sin ofender. Es, en suma, gestionar los asuntos públicos como los propios, y nadie se inflinge a si mismo dolor.
El mejor gobernante es el que deja a la gente más tiempo en paz.
Decía Carlos V que “la razón de estado no se podía oponer al estado de la razón”.
Gallardón tiene el poder pero en demasiadas ocasiones, le falta la razón.