Jerusalén

Las organizaciones guerrilleras palestinas han celebrado con euforia la “victoria” de Gaza y Palestina en las Naciones Unidas, y reclaman ahora Jerusalén.

 

Exigir ahora la ciudad de los mil sueños, demuestra que las reclamaciones a  palestinas llegan al límite del sentido común. Los judíos pueden renunciar a muchas cosas, pero no lo harán con la esencia primogénita de su razón de ser como pueblo. Demasiado dolor viene empujando la diáspora desde la noche de los tiempos sobre las piedras derruidas del Templo de Salomón:

 

“Si me olvidara  de ti, Jerusalén, si me olvidara, a olvido sea entregada  mi mano derecha. Quede pegada mi lengua al paladar si yo no me acordara de ti”

 

 Si el cronista cierra los parpados  y se rodea de evocación, siente que cruza los fértiles campos sembrados de olivares saliendo de Tel Aviv hacia las colinas de Judea,  esos pequeños pueblecitos alzados sobre la llanura, imbuidos de una parquedad casi mística, pero cuya tierra forma parte del entramado de la fe de las tres principales religiones monoteístas.

 

El viejo cristiano que va en nosotros, siente que estos surcos, piedras y ramajes le pertenecen desde la eternidad.

 

El libro del Talmud, posterior al recopilado en Babilonia, y reunido en casi su totalidad en Cesarea, Tiberiades y Séforis (antigua capital romana de Galilea) a las puertas de Nazaret, se puede leer como una expresión de idílica pasión humana:

 

"Diez medidas de belleza descendieron sobre el mundo; nueve recibió Jerusalén y una, el resto del planeta.

 

Diez medidas de dolor descendieron sobre el mundo; nueve recibió

 

Jerusalén y una, el resto del planeta."

 

No es por tanto extraño que el síndrome de esa ciudad, tan universal como la luminiscencia y el aire, sea el soplo de una pasión desmedida levantada sobre millones de almas a través de los siglos, desde aquel lejano día en que David lanza una piedra sobre la cabeza de Goliat, lo derriba, es nombrado rey, y comienza la historia más apasionante jamás contada, por lo que tiene de celestial, sublime  locura, dolor sin fin, amor a raudales y devoción trágica.


Jerusalén, más que cualquier otra ciudad israelita, me ha enseñado lo poco que sé del pueblo judío, pero ante todo, me ayudó a comprender la paradoja de esta raza cuya esperanza y resignación es la más viva expresión de la existencia de un dios universal llamado Yahvé.



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